Es de sobra conocida y aceptada aquella expresión que hace referencia a cómo un cineasta rueda siempre la misma película, obsesionado con un tema en particular que explora y explota a partir de pequeñas variaciones. En el fondo se trata de un camino de depuración, de encontrar la forma definitiva con la que presentar un relato o bien el deseo de ofrecer distintos rostros de una misma historia con el paso del tiempo a través de toda una filmografía.
Es una idea que bien podría definir todo el cine de Park Chan-wook, el cineasta surcoreano que se convirtió en una celebridad gracias a su Oldboy (2003), aquel festival de lo visual que giraba en torno a la venganza. Ya había filmado una obra similar antes de aquella (y en algunos aspectos incluso superior a su hermana mayor) y filmaría otra más tarde. Había contado tres veces la misma historia, sólo que a través de prismas muy diferentes. Pronto su trilogía desveló ser una auténtica cruzada en torno a la búsqueda de una misma película que se va reinventando a sí misma al tiempo que una pura cuestión de estilo.
En este salto hacia un cine impulsado por una industria americana que lo acoge como autor foráneo con el deseo de que repita sus éxitos pasados, Chan-wook encuentra la posibilidad de continuar explotando sus obsesiones en torno a la violencia amparado por el glamoroso nuevo prisma de la producción hollywoodiense. Cine del director surcoreano cuya firma ya funciona como reclamo, esta vez bajo lengua anglosajona y con un guión de Wentworth Miller que se limita a adaptar materiales propios del cine de Alfred Hitchcock eliminando, precisamente, lo más interesante de aquel: la tensión que fraguaba el misterio de no conocer el mal que perturbaba el fondo del relato. A Stoker le bastan diez minutos para romper ese misterio y dejar claras sus intenciones.
Pero esa ausencia de misterio no es, ni por asomo, el punto de interés de una historia que trata de tocar muchos temas sin atreverse a profundizar en ninguno. Mientras que lo literario lucha por concebir un thriller psicológico lleno de personalidades complejas sin conseguirlo, precisamente porque aquellos personajes terminan no logran escapar del cliché, a Chan-wook parece interesarle más la transformación del personaje femenino principal desde su infancia hasta la edad adulta, proponiendo una particular visión de la Alicia en el país de las maravillas, irónicamente también interpretada por Mia Wasikowska.
Ese relato, tan tenebroso como superficial, bien puede seducir al espectador desorientado que disfrute con los subproductos propios de la factoría Tim Burton, donde el reclamo termina siendo el diseño de producción antes que la propia historia que se relata. A Chan-wook le interesa el proyecto porque, a través de él, puede continuar su particular investigación sobre la violencia y la relación del ser humano con el mundo que le rodea. De hecho, los mayores triunfos de la cinta provienen de ese sutil trabajo con el sonido y con las transiciones imaginativas.
Cuando India Stoker (Wasikowska) se deja cepillar el pelo por su madre, el plano detalle del pelo se convierte, de pronto, en un plano cenital de la niña tumbada sobre el césped que no es otra cosa que un recuerdo lejano. Es en esos momentos, y no son pocos durante el metraje, donde brilla toda la potencia visual del cineasta pero, ¿hacia dónde discurren esos hallazgos visuales? ¿Tienen auténtico sentido narrativo, o permanecen impostados entre las escenas de un relato mediocre como si se tratase de la colección de recursos de un realizador que prefiere adaptar una historia intrascendente para no tener que competir con un texto más lúcido que su propia habilidad tras la cámara?
Donde más se filtran las fisuras de Stoker, sin embargo, es en ese cuidadoso trabajo del sonido. Toda película de Park Chan-wook ha propuesto siempre un cine de lo sensorial por encima de cualquier otra consideración. Sus recurrentes escenas alrededor de una mesa, el sonido de los cubiertos, de los platos, el simple sonido de un lápiz o sonidos que se fundían con otros en un magistral juego de transiciones sonoras han sido uno de los mayores reclamos de esta filmografía. Pero el éxito de aquella práctica venía dado por unas películas en las que la narración era igualmente escandalosa e incorregible. ¿Cómo valorarlo ahora que se coloca en un primer plano y deja de lado la propia evolución del material que debería narrar?
Ojo que hemos hablado aquí de habilidad visual, y no narrativa, pues ninguno de aquellos hallazgos conducen a otra cosa que no sea el asombro por el asombro y no por un certero avance de la trama que tenga que ver con la proyección estética de su autor. Cuando finalmente brota la sangre y el coqueteo con el gore tan propios del cineasta, surgen las dudas acerca de la reiteración de recursos en un director que parece repetirse a sí mismo y a través de esa desidia ha decidido tomar su cine no como instrumento comunicante, sino más bien como publicidad que siga alimentando su genio.
Flores que quedan salpicadas de sangre en los últimos instantes del metraje. La comparación con otro plano muy similar parece inevitable. Es el mismo recurso que utilizara Quentin Tarantino en su particular revisión del western, Django (2012). Pero, mientras aquel plano servía para hacer crítica de cine en torno a todo un subgénero de películas, aquí asistimos a la recreación de un poeta. A alguien a quien realmente le interesa la pureza de esa flor y observar cómo aquella sangre la corrompe, del mismo modo que ocurrirá con India Stoker. ¿La salpicadura transformó la flor? De ningún modo, en su interior sigue siendo la misma, pero así ha funcionado siempre la mirada superficial de Park Chan-wook hacia el mundo que le rodea. Resulta irónico que un cine de lo sensorial termine siendo esclavo únicamente de lo visible, de lo evidente. Por eso Stoker nunca llega demasiado lejos.