Parecía que los filmes mediocres que bebían de las fuentes de El club de la lucha, una película que a todas luces era imposible de emular, habían terminado con la llegada de cierta nueva generación norteamericana al medio. Nada más lejos de la realidad.
Sin límites es de ese tipo de películas que confunde la palabra inteligencia con mover la cámara lo más deprisa posible y que la voz en off convierta el relato en la canalización de los pensamientos de un Peter Pan cualquiera, pero pronto evidencia su simpleza cuando pone en boca del supuesto hombre más inteligente del mundo generalidades absurdas sobre teoría económica que no tienen ningún valor.
Sin moraleja, sin reflexión posible, Sin límites podría pertenecer sin sonrojarse a cualquier género infantil. Se trata de la clase de filme que habla de cómo superar la mediocridad y las miserias humanas sólo puede lograrse a través de un elixir mágico que te convierta en inmortal. Como de costumbre, la película no sabrá ir más allá del uso individual que hace su protagonista de este hilarante poder mágico.
Lo importante en esta cinta es, pues, poner en escena el artefacto, vanagloriarse ante el dispositivo construido, pero ser incapaz en todo momento y por pura inmadurez del guión de dialogar de alguna manera sobre el egoísmo y la sinrazón humana que el cuento pareciese poner en marcha en contados momentos de la trama. Una historia más del ególatra “yo soy capaz de escribir esta idea”, “yo soy capaz de filmar esta genialidad”, antes de lanzar cualquier mensaje.
Parece mentira que Neil Burger, el director de la insólita El ilusionista (2006), sea el realizador de esta otra película del montón, lo cual hace pensar que aquella era sólo un resultado de su maravillosa dirección de producción y no de su verdadero autor.
Puede que influya sobremanera en el fracaso de Sin límites el protagonismo exacerbado de Bradley Cooper, cuyo límite está realmente en su capacidad actoral. El narcisismo y egocentrismo enfermizo de la cinta llega hasta el punto de que Cooper aparezca en todos y cada uno de los planos del filme.
Quizás otro actor le hubiese dado al personaje todos los matices posibles a esta golosina de protagonista, pero Cooper convierte en ridícula la puesta en escena de un Doctor Jekyll moderno, desesperado cuando está en su estado normal y absolutamente brillante cada vez que toma sus pastillas.
Lo peor de todo no es que apenas nos importe la resolución de la trama de la película, ni tampoco que Robert De Niro haga de sí mismo por enésima vez y caiga definitivamente en el agujero de lo indiferente. Lo peor es comprobar cómo aún hay gente en la industria que crea que aún tiene algún sentido copiar el modelo de una película de la que todos reconocimos al verla que era imposible de repetir.