Happythankyoumoreplease (Josh Radnor, 2010)

Hay muchas razones por las que podría interpretarse esta película bajo los esquemas de muchos referentes que aparecen a primera vista, pero sería un error tasar Happythankyoumoreplease sólo por las filiaciones que presenta. Es importante entonces definir todo lo que no es la película, para valorarla en su justa medida.

Conviene ubicar primero a Josh Radnor, director, guionista y también actor de la cinta, una de esas óperas primas de autor total que no abundan como sí hacían antaño. Radnor es un conocido actor de televisión, y su sobrada comprensión del medio ha facilitado que su primera película tenga más un aire de serie televisiva que de película al uso. Sus imágenes carecen de fuerza narrativa y por tanto la calidad vendrá siempre del texto, no de su representación.

Historia coral en Nueva York, uniendo romance y humor al mismo tiempo. ¿Es posible tener en mente a otro director al pensar en esos elementos? Radnor lo sabe, y no huye de ese referente ni de su influencia. Incluso un diálogo de la película va dedicado a ese icono del cine, de su cine y de su ciudad, pero no se atreve siquiera a mencionar su nombre.

Tampoco lo haremos aquí, porque Radnor también sabe que su película es del todo incomparable con las obras maestras de aquél, porque es plenamente consciente de que su paso es torpe y su realización banal, aunque sus intenciones sean tan buenas como las de su modelo.

Por tanto, debemos tomar esta pequeña obra como la humilde intención de contar historias por parte de un nuevo autor al que el cine aún le resulta un medio ajeno. Tomar su presencia en pantalla como reclamo comercial para la existencia del proyecto y no como mero ejercicio narcisista. Tomar su flirteo con el caduco género de buenos sentimientos como el hallazgo de una mínima estructura que le permitirá encontrar momentos que realmente le interese contar, y no como mera fórmula preestablecida para triunfar en su paso por festivales.

Asistimos, pues, a la gestación de un autor casi en tiempo real, como si se tratase de un proyecto de fin de carrera antes que la película de un autor ya formado. Pero, ¿es realmente un autor amateur quien ha escrito y filmado la corta historia de la pareja que discute por mudarse de ciudad? Quizás sean esos los mejores momentos de la cinta, y a través de ellos hallar que el triunfo de cada escena venga por cómo la emotividad no está nunca reñida con el realismo. Tampoco con el surrealismo, que a veces existe tanto como en la propia vida.

Y si conseguimos obviar las carencias propias que comporta la común falta de experiencia de una ópera prima, las recompensas de su cine no son pocas. Pocas películas del presente construyen una historia coral no para evitar desvelar que su argumento central no tiene ninguna sustancia, sino para que todas confluyan finalmente en un solo relato bajo la armonía de quien sabe lo que está contando.

Pocas películas tienen la espontaneidad en las decisiones de sus personajes que sí tiene ésta, con un jovencísimo reparto que bien podría representar el sueño de todo director de comedia romántica de nuestros días. En sus interpretaciones encontramos la verdadera emoción de unos actores que viven el texto en carne propia. Nadie recita las palabras de su personaje, y nadie vive sus escenas como si éstas le fueran ajenas.

El impagable momento de los ojos vidriosos de Kate Mara frente al propio Radnor en su primera cita viene a recoger todas las intenciones de la película: encontrar la emoción a través de los gestos cotidianos, que la fuerza del relato provenga de la espontaneidad y de la vitalidad, no de la genialidad de su director. En esos ojos centelleantes uno termina por descubrir también su propia mirada.