Soy el número cuatro (D.J. Caruso, 2011)

¿Pueden existir dos jóvenes más guapos que Dianna Agron y Alex Pettyfer? Cualquier película que quiera contenerlos a ellos como pareja protagonista acabará convertida en una exaltación de los ideales estéticos de la sociedad occidental, por parte de una industria que siempre ha descuidado el trabajo interpretativo mientras sus actores sigan siendo visualmente atractivos.

¿Puede importar el guión, entonces? Seguramente el material literario del que parte esta curiosa historia de extraterrestres con poderes sobrenaturales tenía cierta consistencia, pero su paso literal a la pantalla lo convierte en algo absurdo y lo confina a los reductos de la teleserie más adocenada, o cuando menos, al estilo de serie televisiva juvenil sin sustancia.

¿Hay peor forma de contar una historia? Podría haber sido mucho peor, si ni siquiera sus efectos visuales fuesen capaces de recrear a las criaturas monstruosas de su tercio final con apabullantes recursos estéticos. Pero desde luego la nadería narrativa en la que se ve envuelta la película y su reducción visual al más puro plano-contraplano de la televisión desvía la película hacia lo ridículo desde su mismo comienzo.

¿Es éste el legado de Crepúsculo? Podría preguntarse tras contemplar cómo Soy el número cuatro comparte no pocas semejanzas con el estilo, o con la falta de estilo, de la traslación cinematográfica de aquellas novelas. La onda expansiva de Crepúsculo ha terminado de crear un modelo de cine para adolescentes que ya se estaba gestando pero que, con ella, terminó de definirse. Los aires tenebrosos, el amor imposible e idealista, la falta absoluta de apego a la realidad, los lugares comunes de los filmes de usar y tirar… Es decir, el producto que siempre ha atraído a los jóvenes al cine, disfrazado de una falsa sofisticación.

¿Puede un diseño de producción sostener una película por sí solo? Puede, qué duda cabe. No es la primera vez que nos enfrentamos a un producto que salva su función por la calidad de lo que vemos en sacrificio de lo que se nos cuenta. Pero nunca será capaz, en una historia donde lo importante son los personajes y lo que les ocurra, de borrar el rostro inerte del reparto que recita el texto antes que interpretarlo. Sólo la mencionada Agron, que irónicamente encarna al personaje menos extraordinario, cuenta con matices gestuales y con un trasfondo suficiente como para añadir algo de riqueza interpretativa a su papel.

¿Es éste un cine que realmente haga bien a los jóvenes? Disfrazados bajo su engañosa excusa de cine sin pretensiones, una expresión cargada de relatividad que suele utilizarse como manera de no reconocer que la película ha fracasado, éste y otros filmes han ido mermando a lo largo de los años la capacidad crítica y receptiva de un público adormecido que pronto será adulto y demandará otro tipo de historias.

El cine lo construyen las personas que lo ven. Su futuro pasa inexorablemente por el futuro de esos espectadores que sólo asisten, hoy, a un cine mediocre que genera muchas preguntas. Y ninguna de ellas resulta alentadora.