Shame (Steve McQueen, 2011)

Decía Stanley Kubrick, sobre la forma de rodar sus propias películas, que mantener el plano el mayor tiempo posible era la mejor manera de acercar la historia a lo real, contada a través del ritmo más realista posible. Romper esa continuidad del plano sólo debía acometerse si ello iba a mejorar la manera en la que se registraba la interpretación del actor.

Con Steve McQueen esa filosofía parece haber encontrado a un fiel heredero, en tanto que lleva esa decisión sobre la filmación a su mayor extremo en todas las secuencias que pueblan su cine, pero en el caso de este joven director se convierte más en una cuestión de estilo.  Si para Kubrick rodar en un solo plano obedecía a necesidades puramente narrativas, las imágenes del filme de McQueen sólo sacan a relucir las virtudes del plano-secuencia como un sinónimo automático de la maestría del realizador. Se impone entonces una pregunta fundamental, que vertebra todo juicio crítico acerca del filme. ¿Es Shame un auténtico retrato urbano, o se trata simplemente de un ejercicio manierista?

La película confecciona, de manera fragmentada y sin burdas explicaciones del pasado de su protagonista, el retrato de un personaje que encuentra en la obsesión por el sexo la mejor vía de escape hacia unos hechos que nunca conoceremos. Su hermana (Carey Mulligan) lo desvela en uno de los diálogos más emotivos de la cinta: venimos de un lugar malo, dice, de un pasado que les condiciona y que les impulsa a huir continuamente de sí mismos. En eso la película es exquisita, pues sabe captar con arrolladora fuerza y con acertada distancia la indefensión del hombre adulto en el mundo y el sexo como escudo tras el que refugiarse.

Shame resulta cercana porque se mueve entre los lugares más comunes y cotidianos. Filmada en Nueva York, sus reconocibles calles, los interiores de los edificios o los subsuelos del metro no distan mucho de cualquier gran ciudad, lo que la convierte de inmediato en un relato universal, con el que se hace fácil y cómodo identificarse. Es una película víctima de su tiempo, en su estilo y forma, por abandonarse a la cultura, costumbres, objetos y modas de su tiempo. Porque los escenarios, la ropa, los lugares y las cosas materiales tienen tanto protagonismo como sus personajes, y eso la hace propensa a envejecer con vertiginosa rapidez.

Cuando el relato ya se ha puesto en pie con una sólida identidad narrativa y visual, aparece un plano-secuencia que muestra a Fassbender haciendo ejercicio por toda la ciudad. Un recurso innecesario para probar la valía como autor de alguien que ya alcanza lo extraordinario por sus propias y particulares vías. Y uno de esos triunfos, quizá el más sobresaliente, sea el comedido y portentoso uso de los primeros planos. Uno aparece en una escena crucial que confronta a los hermanos, en un ejercicio actoral de proporciones descomunales.

El otro recoge la actuación de Carey Mulligan mientras su personaje canta en un local nocturno. Escena preciosa y demoledora, aunque lo musical carezca de todo interés. McQueen mantiene el plano nuevamente, un primer plano en el que no parece existir nada salvo el rostro de Mulligan. La película despega en esa secuencia desoladora, alcanza su clímax, porque es la única vez en todo el relato que la imagen consigue ir más allá de lo que cuenta y reflejar la indefensión que experimenta el ser humano frente a la música en directo, a cómo cada canción parece clavarse en el interior de uno mismo, hablarnos directamente y conmovernos profundamente.

El resto de imágenes del filme muestran, pero no hablan. Hay una parte estilística muy definida que domina con fuerza todo el relato, pero las decisiones de puesta en escena acaban resultando puramente estéticas y derivan en pura vacuidad narrativa. Ninguna de las imágenes de Shame ofrece más información de lo que simplemente ocurre o de lo que se dice a través del diálogo.

En lo argumental, la relación entre hermanos es uno de los tesoros de la cinta, y ofrece a dos personajes maravillosamente escritos que no son otra cosa que auténticos regalos para los dos jóvenes actores que los encarnan con apasionada entrega. Irónicamente en una película donde cada plano parece una cuestión de estilo, las mejores secuencias no son las que exhiben ese virtuosismo formal del director, sino en las que Mulligan y Fassbender comparten plano. Grandes actores cuyas miradas, confrontadas en esos medidos primeros planos, fulminan la turbia historia que cuenta Shame en su superficie y traslucen la ausencia de familia y la imposibilidad de pertenencia como verdaderos motores de la película.

Fassbender compone, en definitiva, el arquetipo del hombre que lo tiene todo pero que, al carecer de valores, se siente totalmente huérfano, esa orfandad que encierra la trampa del hombre moderno. La única herencia es un pasado tormentoso, que se sortea con un éxito social inerte e intrascendente, un pasado al que se puede hacer callar a través del sexo y de la pornografía, a través de la degradación de uno mismo. Porque cuanto menos persona se es, menos se sufre.

Dentro de la sofisticación y la supuesta turbiedad sobre la que McQueen ha querido envolver su película, Shame resulta en el fondo una película bastante ingenua. La mujer con la que el protagonista se encuentra en el metro en repetidas ocasiones a modo de moraleja, las heridas mortales que se infringen algunos personajes y que no acaban con la vida de nadie, la sensación constante de moralina en forma de relato oscuro, las decisiones de guión previsibles o los recursos formales que ahogan al propio relato, son algunas de las fisuras que transparentan esa ingenuidad.

A pesar de todo ello, hay algo aquí que trasciende esa impertinencia en el protagonismo de lo estético, y no es otra cosa que la conmovedora historia que hay tras ella, sorteando lo visual en lugar de ayudarse de él. Su mayor virtud es la pasión inquebrantable por mostrar la indefensión de dos adultos que son, en el fondo, niños asustados en un mundo que nunca les enseñó cómo convivir con el dolor del pasado. Por eso Shame resulta tan cercana. Porque en el fondo habla de nosotros mismos.