Salvajes (Oliver Stone, 2012)

¿Qué valor tendría una película como Salvajes si la hubiese firmado un director novel? Una pregunta pertinente para valorar el auténtico alcance de la obra, tras silenciar el impacto mediático de la celebridad que pone su nombre a la dirección.  Las películas de Oliver Stone están cargadas de humo, de ideas que quedan apuntadas como sugerencia, como punto de partida, que se diluyen en los caprichos y divergencias de aquel que se ampara en el caos como verdadera expresión de lo creativo. ¿Exhibiríamos la misma permisividad que otorgamos a la película si esta viniera de las manos de un autor no consagrado?

El material literario de Salvajes sirve a Stone para continuar su radiografía de una América estigmatizada por los conflictos bélicos con los que ha decidido lidiar en su historia reciente. A partir del Vietnam vivido por el director en carne propia, la expresión artística de Oliver Stone ha transmutado desde la crónica sincera y elegíaca hasta llegar a la radiografía adoctrinante, para culminar con un cine de la venganza, que se ha vuelto tan propagandístico como aquellos elementos que intentaba denunciar. Conviene preguntarse si es tan interesante el Stone de hace veinte años como el de ahora. Si queda algo de aquel, incluso.  

– “Dejé la universidad porque quería vivir una experiencia realmente auténtica. – ¿Los Americanos habláis siempre así? ¿Pensaste de verdad alguna vez en tu futuro?” Puede que se trate del único diálogo con peso real en toda la película, una de las pocas críticas hacia su país que Stone no se empeña en ocultar, como ocurre con el resto. ¿Son interesantes las ideas por sí mismas? Resulta cuando menos discutible que hablar de política, de moral, de ética o de sociedad en una película siempre convierta el relato en algo válido e interesante, que se autodenomine inteligente por el mero hecho de convocar temas de relativa importancia. El interés está en la forma de tratarlos, en el mensaje que lanzan o en la manera de exponerlos. El mero hecho de de mencionarlos no convierte al filme en un objeto más valioso. Y Stone apunta, esboza, sugiere, enuncia y más tarde se dispersa. Su discurso se percibe sólido en muy pocos momentos.  

La primera razón para considerar a Salvajes un pastiche sin alma propia es el hecho de estar construida, con cierta ironía, siguiendo los tópicos del thriller tanto como de los grandes relatos relacionados con el tráfico de drogas. Pero no los utiliza para elaborar un discurso que se eleve por encima de los filmes de su género, sino que acaba transformado en uno de ellos, en uno de los más vulgares y menos inspirados. En ese sentido, la película está más próxima a dos éxitos del cine comercial reciente que de una película de autor con su propia identidad. Salvajes está más cerca de Traffic (Steven Soderbergh, 2000) de lo que desearía, y más lejos de Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006) de lo que parece.

Por sus decisiones de montaje, por la manera de rodar caprichosa y discutible, por el desarrollo de sus materiales y por el juego de localizaciones no sería descabellada la comparación con el citado Soderbergh, cineasta de decisiones tan caprichosas y discutibles como las del autor que nos ocupa. El mayor problema de Salvajes es que Oliver Stone juega en todo momento a tener la misma edad tras la cámara que los personajes protagonistas de su relato. Jugar a filmar con la misma ingenuidad, el descaro y la rabiosa inmediatez creativa de la juventud, algo loable para un autor de la edad del realizador, pero cuyo intento sólo desvela las costuras de una visión trasnochada del mundo tanto como del cine. Trasnochada no tanto por su retrato arcaico de lo social, sino por un flujo de imágenes ensimismado, absurdo, carente de toda subjetividad comunicante.  

Pasar del formato digital a la pantalla de un ordenador, o a la de un teléfono móvil, es el lenguaje cotidiano de una película que respira la necesidad imperante de ofrecer un ritmo incesante de imágenes que distancie al espectador de la vacuidad de un discurso fallido. Sí, la película es una impostura y ha sido planificada como tal. El problema es que esa representación impostora está demasiado preocupada en deslumbrar con su trabajo visual que no se molesta en elaborar un discurso coherente que se sobreponga a las convenciones del género que utiliza. Una película que pretende construir una ironía en torno a sus excesos y a la que se le hace imposible terminar absorbida por ellos.

Ni siquiera sus actores parecen haberlo entendido, lo que pone en duda una vez más el trabajo de un director cuyos colaboradores del pasado eran elogiados continuamente. El trío protagonista parece clamar, cuando aparecen en solitario, que una película como esta les queda grande. El personaje que encarna Taylor Kitsch, frío e inexpresivo, le permite abandonar pronto la contienda interpretativa para que la película saque a relucir un trabajo de Aaron Johnson que se desinfla con el paso de los minutos y que se limita a repetir los diálogos y a forzar sus muecas presa del deseo con el que nace la película de no renunciar nunca a su condición de blockbuster disfrazado de discutible película de autor. Lo mismo ocurre con un Benicio Del Toro que termina caricaturizándose a sí mismo. Si Salma Hayek sale victoriosa de este reparto coral es únicamente porque se trata de la única que parece haber entendido que la película se mueve a partir de constantes excesos y por eso su histrionismo encaja de manera apabullante.

Como ocurría con Giro al infierno (1997), las ideas son más interesantes que el desarrollo, las débiles sugerencias que se apuntan mucho más poderosas que el resultado final. Cuando Oliver Stone desvela, en la resolución de su película, que ni siquiera a él le importa el destino de sus personajes, resulta demasiado ingenuo pensar que se está haciendo historia del cine, que se transgreden las convenciones cinematográficas o que este fallido ejercicio autoral se ha traducido en un proyecto de ideas brillantes. No sería la primera vez que el nombre de un autor célebre disfraza un filme mediocre a través de una segunda lectura que, en realidad, no existe, por mucho que algunos se empeñen en atribuírsela de manera forzada. “No vamos a comernos su mierda y encima llamarla caviar”, dice Taylor Kitsch durante los primeros compases de la cinta. Preocupado en justificar por qué el humo que está vendiendo es en realidad una película inteligente, crítica y plena de aliento artístico, Oliver Stone no se ha dado cuenta de que uno de sus personajes ha sabido hablar mejor de la película que su propio director.