Una cierta verdad del artista es que esculpe siempre la misma obra, el mismo mensaje en diferentes variaciones. En el caso de un cineasta, el mismo discurso subyacente bajo toda su filmografía, aunque ésta sea tan críptica, variopinta y llena de vaivenes como la de Darren Aronofsky.
Si muchos de nosotros hemos visto inevitables puntos de unión entre Cisne negro y su película inmediatamente anterior, El luchador, no se trata tanto de una audacia al enfrentarse a ambos filmes, sino el simple deseo, mantenido en el tiempo y por fin alcanzado, de vincular una película del autor con otra no sólo en sus temáticas, al fin cercanas y complementarias entre sí, sino también en las decisiones formales que ayudan a reflexionar sobre si, en el fondo, estamos contemplando la misma historia.
En ambas películas existe un salto final hacia el vacío. El del luchador, para asestar el golpe de gracia a su rival y contentar de esa forma al público, aunque eso le conduzca a la muerte. El de la bailarina, para representar la muerte de Odette, su personaje en el ballet del Lago de los cisnes, tanto como para simbolizar el final de una búsqueda de la perfección que finalmente culmina, aunque eso la haya llevado a autodestruirse en el proceso.
Cuando el luchador se lanza al ring en el plano final de la película, a pesar de sus problemas de salud, lo hace por el público, las únicas personas que le han hecho sentir querido en un mundo que parece haberle olvidado del todo. Renuncia entonces a su salud física a cambio de la inmortalidad. La leyenda permanecerá viva aunque el cuerpo exhale, con ese salto, su último suspiro.
Cuando la bailarina se deja caer al foso lo hace para representar la muerte de su personaje, pero también para reconocer visualmente que ésta ha sucumbido a la vorágine de sus propios miedos, que no han dejado de perseguirla. La búsqueda de la perfección y de lo sublime termina en la rendición del cuerpo, en el fin de lo terrenal, en la muerte física pero también en la inmortalidad del espíritu.
Son momentos, por tanto, que no están en absoluto desligados. La redención de dos personajes atormentados, alcanzar un instante sublime que les ayude a esquivar su propia imperfección, conlleva también el sacrificio absoluto. Muerte y vida se conjugan bajo un planteamiento lleno de poesía pero también del todo radical.
El salto del luchador es un decir sí a la vida, a través de la muerte. Un personaje que ha perdido todo cuanto amaba y cuya única manera de perdonarse es entregarse a lo que más ama hacer en el mundo. El salto de la bailarina es un decir sí a la vida, en tanto que ésta cobra sentido cuando somos capaces de hacer lo que más amamos por encima incluso de nuestras propias posibilidades.
Un salto al vacío, hacia lo desconocido, hacia la incertidumbre, es por tanto el salto a la muerte, pero no a un final trágico, sino a la muerte vista como la sublimación de todo lo conseguido en vida. La decisión de colocar a Natalie Portman sobre la puesta de sol o a Mickey Rourke de pie sobre el poste, justo antes de hacerlos desaparecer. Su destello más luminoso, el más hermoso, justo antes del final.
No por casualidad, Aronofsky le ha otorgado a la criatura más bella que jamás ha filmado la rendición ante los miedos, la cobardía absoluta, mientras que a su creación más grotesca le ha ofrecido la redención personal a través del sacrificio. Su criatura más desgraciada es también la más valiente, en tanto que ya no tiene nada que perder y su acto de valentía hace que recupere toda su dignidad. En cambio aquel ser que ya era perfecto, que tenía todo cuanto deseaba, acaba prefiriendo el miedo como modo de enfrentarse a su propia realidad y a su manera de vivirla.
Por eso, el salto del luchador termina con el plano vacío, lleno de su ausencia, un salto que no es un final sino una transición. El cuerpo sale del plano, pero su ausencia permanecerá para siempre. La caída al vacío de la bailarina termina sin embargo en ella misma, en el golpe amortiguado por una colchoneta, de bruces contra sus propios errores.
Podría hablarse de los planos de espaldas tras los actores, siguiendo sus pasos, como la decisión formal más importante para contar ambas historias, y como otra decisión narrativa que hermana a ambas películas. Pero eso es otra historia. El salto al vacío, presente en ambas películas, eclipsa todas las decisiones formales del cine americano de los últimos años.