El último verano (Jacques Rivette, 2009)

Érase una vez una princesa, presa de la melancolía. El amor por un ser querido a quien había perdido hizo que, durante quince años, le diera la espalda al mundo. Tal era su dolor que, incluso cuando apareció por fin un caballero interesado en ayudarla, fue incapaz de rescatarla de ella misma.

En el cine de Rivette, tal y como en el teatro, lo filmado obedece a una representación sincera de lo que ocurre en la vida, como si una tierna fábula intentase contarnos todos los secretos de nuestra existencia con toda la simpleza de lo inocente.

Aquí la vida se disfraza de circo ambulante, con el escenario como sencilla metáfora del enfrentarse a la vida. Éste es el lugar más peligroso del mundo, dice su protagonista al encontrarse por fin frente al público en el centro mismo de la función.

La melancolía de la princesa no es otra que el pasado de una mujer que perdió a su amado y cuya historia le impide volver a ser ella misma. El caballero misterioso no es otro que un simple espectador de la función, alguien que de repente siente curiosidad y afecto inmediato por esos artistas olvidados.

En otro de sus diálogos no encuentra reparos al decir que la curiosidad le ha traído hasta allí, la novedad. El interés hacia unas personas cuyo interior percibe hermoso y que siente que se han resquebrajado y perdido con el transcurso del tiempo, a partir de unas heridas que no supieron sanar cuando tuvieron lugar. ¿Puede haber, acaso, una representación del amor por la vida más sincera y simple?

La puesta en escena del octogenario Rivette vuelve a encandilar por su frescura imperecedera. Sus planos largos, sus movimientos de cámara precisos, sencillos y certeros, su cariño hacia los gestos, que le hace filmar siempre los cuerpos completos. La aparente displicencia de lo narrado, la limpieza, el trazo amable, despreocupado, la ligereza narrativa que sólo manejan los grandes maestros.

La fijación del director por no ofrecer el texto completo a sus actores, más allá de la escena que interpretan, les impide conocer las motivaciones de sus personajes y también su historia. A cambio, obtiene de ellos la naturalidad de lo improvisado, la magia de lo desconocido, y tal vez, en esos gestos en donde el actor improvisa sus reacciones ante lo que vive en escena, se encuentre la misma magia a la que Bresson dedicó su vida: utilizar la cámara como única manera de encontrar la realidad, la verdad filmada.

En la primera secuencia, en su prólogo, el caballero andante repara el coche averiado de la princesa, metáfora de todo lo que vendrá después, en un metraje de envidiable capacidad de síntesis. Todo en aquella escena sucede sin palabras.

Quizás en ese momento, con su sentido homenaje a la inocencia del cine mudo como origen de la historia y como prólogo de la película, Rivette haya encontrado la manera de transportar, por un momento, toda esa inocencia perdida hasta las secuencias más sinceras de su propia película. Y también quizás, sólo quizás, algo de esa inocencia se quede en quien sea capaz de encontrarla a través de las imágenes.