Rumores y mentiras (Will Gluck, 2010)

El imaginario del cine adolescente de hoy, detrás de la masa ingente de público y dinero que es capaz de mover, parece advertir a gritos que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Más aún una película como Rumores y mentiras, basada en La letra escarlata, que reivindica también la versión cinematográfica antigua de la obra frente a la moderna.

Pero sobre todo, son las alusiones que Will Gluck incluye en su filme al cine de adolescencia de los ochenta las que miran al pasado, no a modo de homenaje (que también), sino principalmente para constatar el hecho de que la nueva generación es incapaz de acercarse siquiera a aquellos modelos en estos tiempos mediocres.

No sólo sus materiales resultan anacrónicos. Emma Stone es una actriz que bien podría haber salido de otra época. Una chica de trayectoria irregular que consigue su primer gran papel en este filme, en un personaje que nunca encuentra el equilibrio entre la capacidad de identificarse con su público y el tono irónico, en ocasiones demasiado forzado,  con el que aborda todas sus situaciones.

La idea de una chica de instituto que miente sobre sus escarceos amorosos para poder escapar de la impopularidad puede resultar sugerente al comienzo, cuando el filme se plantea desde los postulados de la fábula juvenil moderna sobre la sinceridad y el miedo al rechazo.

Sus aspiraciones se verán reducidas muy pronto a la nada cuando, en el fondo, Rumores y mentiras nunca se atreva a discurrir por caminos que no transiten lo más convencional de todo el espectro de la comedia americana, sin ninguna sutileza.

Que ningún otro personaje de la función goce del mismo nivel de su protagonista es también un handicap importante para que el tono caricaturesco de la cinta le haga perder todo el interés que podría haber tenido.

De poco sirve su estructura de flashback, sus menciones a las redes sociales o los planos en los que Emma habla directamente con su cámara web. La película no pertenece a su tiempo, pero tampoco funciona como heredera del cine del pasado.

En la constante evocación nostálgica de imágenes de películas como El club de los cinco, el filme no sólo anuncia con impotencia cómo ya no se hace cine como aquel, sino que además el autor contemporáneo es incapaz de hacerlo.