Ricky (François Ozon, 2009)

La obra de François Ozon es profunda, rica e interesante. Si bien su éxito en Francia le ha otorgado a sus filmes el privilegio de la distribución en Europa, buena parte de su obra es aún infravalorada y poco conocida en el público contemporáneo.

Verdadero radiografista de la actualidad, no sólo de la sociedad francesa (que a su vez es global) sino también del individuo del hoy, un objeto de representación que escapa a todos sus coetáneos y que él, con una brillantez visionaria y una crudeza no exenta de pasión, sabe recoger a través de sus historias, descarnadas y desesperadas, construidas a partir de premisas sencillas y desarrolladas con punzante lentitud y el agónico mensaje de quien conoce bien las miserias del ser humano y conoce también la manera de rodarlas de la forma más poética posible.

Para entender Ricky hay que acercarse también a su obra posterior, Le Refuge, y así entender ambas como parte de un todo y también entenderlas engarzadas al resto de la filmografía del director, en indisoluble unión y hermanadas por un discurso común, conmovedor y a la vez terrorífico, centrado en el hombre actual como un Peter Pan que construye una sociedad que gira en torno a él y a sus impulsos y caprichos.

El joven director vuelve a hablar en Ricky de la maternidad en el mundo contemporáneo, de la familia desestructurada, de la volatilidad del seno familiar en un contexto donde sólo importa el individuo, del egoísmo, de pequeñas ráfagas de amor temerosas de hacer acto de presencia en unos personajes casi despojados de sentimientos, y en última instancia y sobre todo, de la tendencia constante de la sociedad a ahogar al individuo que muestre sus cualidades al mundo y la marginación que generan ante alguien imposible de etiquetar.

Dejar marchar al ser querido para permitir que éste desarrolle sus cualidades, asumir el dolor de la pérdida, y regocijarse en los encuentros puntuales, en contemplar cómo esas capacidades han crecido y se han desarrollado, es el mensaje con más ternura y con más sentido paternalista que Ozon nunca haya transmitido en su cine.

Las temáticas en Ricky se van sucediendo conforme el niño se gesta, nace, y crece ante la atónita mirada de su madre y su hermanastra, que no consiguen asumir del todo las cualidades físicas especiales del bebé y que, aunque intentan tratarlo de una manera natural, la propia irrealidad de los hechos se encarga por sí misma de dinamitar el contexto familiar y el engranaje argumental.

Si bien la película está construida con ternura, con pulso firme, con efectos especiales solventes y elogiables, y el tono fantástico fabulista está conducido de la mejor manera posible, lo absurdo termina ganándole la partida a un relato que, como el propio bebé, intenta no encasillarse nunca en un género concreto, y presentarse como una rara avis que intenta sobrevolar el desconcierto social y tratar diversos temas de la forma más original que puede.

Lo que consigue, sin embargo, es rozar la línea de lo absurdo y lo fantasioso hasta tocar un techo que destruye buena parte de los logros del filme. El choque entre la primera mitad del metraje, construido en base a un sólido relato realista, y su segunda mitad, donde se experimenta con el género fantástico como forma de poesía para escapar de los fantasmas de ese realismo, resulta devastador para una película que finalmente no encuentra su manera de navegar por ese discurso escondido tras la espalda de un recién nacido.

El cine del joven Ozon busca una poética desaforada para contar las experiencias más crudas que vive el ser humano. En cada paso puede equivocarse, o desmerecer del resto de su obra, que cuenta ya con verdaderas obras maestras. Aún así, cada una de esas confrontaciones con la realidad y con la búsqueda de nuevas maneras de narrarlas resulta uno de los caminos más apasionantes del cine de nuestro tiempo.