Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008)

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Tal y como en 2006, cuando Darren Aronofsky filmó The Fountain y acabó resultando, de forma comprensiblemente inconsciente, un homenaje hacia su esposa y un canto de amor idealizado hacia ella, el binomio entre el director y Rachel Weisz daba lugar a una de las confesiones de amor más alucinadas y brillantes del nuevo siglo.

Con el binomio Sam MendesKate Winslet ha ocurrido algo parecido, y es que el director no evita jamás focalizar su película hacia el lucimiento interpretativo y estético de su esposa, hasta el punto de sacrificar el equilibrio narrativo para que sea ella quien soporte el mayor peso del filme.

Sin embargo, las ambiciones de Mendes se alejan de las pretensiones de las que pudo tener Aronofsky con su pequeño cuento existencialista y filosófico. El objetivo del realizador de American Beauty es dar nuevo aire, un nuevo respiro, al cine clásico americano, ese que ya no existe y que algunos autores contemporáneos se empeñan en revivir dentro del sistema, o al menos, que se mantenga vivo en ese eterno estado moribundo en el que se encuentra.

El resultado no puede ser otro que mantener vivo a duras penas una concepción del cine ya muerta, y la película no puede más que tratar de evitar no marcharse al lado del drama televisivo y ofrecer en su lugar un producto de la mayor calidad posible.
Revolutionary Road es, aparte de esta doble vertiente clásico-amorosa, una curiosa adaptación literaria de una historia que ronda en torno a cómo una espiral de elecciones, cuestionamientos y planteamientos profundos en los que se basa la vida de la pareja protagonista, acaba terminando por cuestionar todos los aspectos de sus vidas y sus pilares terminan por caer, ahogándose a sí mismos e introduciendo en esa espiral a todos los que les rodean.

Ese intento de encontrar una vida mejor acaba disparando mil y un resortes que revelan la infelicidad no asumida de sus personajes, a la vez que su adocenada costumbre a su forma de vida, incapaces de abandonarla aún siendo conscientes de su mediocridad.

Hay aquí más frases duras y de calado hondo que en cualquier otro filme de Mendes. Y no porque el director juegue aquí con un guión transgresor o incorrecto, todo lo contrario. Lo que ocurre es que esta vez el contexto es mucho más suavizado, más edulcorado e idealizado que en el resto de sus filmes, y por ello el contraste, mucho mayor.

Sin embargo le salvan otros muchos aciertos, como ese gran planteamiento de la dicotomía de la eterna elección. Mendes convierte la obra en una película de reflexión madura, que sabe traspasar la pantalla y ser cercana a su espectador medio. Sabe conectar más aún con la psique femenina, y deja claro que es una historia que parte de un material escrito por y para mujeres. Visión fomentada por el realizador desde el momento en que Winslet gana la partida interpretativa y además su personaje comienza a cargar con más peso (no en la trama, sino a la hora de filmar y de montar la película).

Tal vez la mejor herencia del material literario sea el bonito y cuidado diseño de personajes, esa pareja idolatrada por todos, y a la vez la ambigüedad de descubrirlos frustrados ante sus propias vidas, la frustración personal de ambicionar mayores retos que no saben o no se atreven a buscar.

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En cierta manera, en Revolutionary Road el impacto emocional de ese pretendido empuje por elegir la vida que uno quiere, esa patada en la barriga que quiere ir directa a cada espectador, queda muy amortiguado por verse envuelto dentro de un dulce contexto estético, musical y arquitectónico.

Las supuestas elecciones maestras de Sam Mendes son demasiado evidentes, a veces incluso demasiado efectistas, cuando no son reproducciones de otras decisiones de su filmografía, lo cual arrastra a la película en numerosas ocasiones al drama televisivo más costumbrista, rodado eso sí con absoluta brillantez.

Hay pocas decisiones de rodaje por tanto que se alejen de lo correcto, lo que consigue enterrar la valiente propuesta argumental y la hunde en una cobarde banalidad narrativa. Hay también cierto ambiente a prefabricado, a falsedad, a representación. El desarrollo no termina de escaparse del todo del corsé literario, y se convierte en una aparición sucesiva de personajes pintorescos que ayudan a avanzar la trama, no sin cierta falta de empuje que hace aflorar aún más si cabe la ingenuidad de su director a la hora de retratar con fallida teatralidad ciertos momentos.

Di Caprio ofrece una creación muy aceptable. Su actuación no es mediocre, se aleja tímidamente de sus últimos papeles vacuos y pretenciosos, y de hecho tiene algunos picos de intensidad interpretativa realmente notables. Lo que ocurre es que Winslet está soberbia. La llamada mejor actriz de su generación ha convertido una película convencional en una obra enormemente disfrutable gracias al poder de su gran actuación.

Los apartados técnicos se confabulan para ofrecer esa ya característica “estética Mendes” (que ayuda a fomentar esa visión retrógrada y petulante por el cine clásico). A destacar la asombrosa, maravillosa fotografía de un Roger Deakins que no flaquea con los años y que sigue ofreciendo su portentoso arte a la lista de directores maestros con los que colabora, un Thomas Newman en su línea ya habitual de los últimos años, mediocre y falto de inspiración, y una labor de vestuario que supone uno de los logros más brillantes del filme y que ayuda a imbuir al espectador en la cuestionable decisión de la película de situar el contexto tal como en el libro, en la época dorada americana.

Excelente película hollywoodiense que alcanza buenos momentos y que aunque flaquea en ciertas escenas y su larga duración no ayuda demasiado, es una película muy bien planteada, mejor interpretada y, a pesar de caer en ciertos tópicos, es resuelta con eficacia. El problema principal tal vez sea en el fondo que Revolutionary Road es una película totalmente dialogada. No hay ni una sola línea de guión que se cuente en imágenes, y las que lo hacen nunca tienen una doble lectura, sólo ofrecen lo único que ilustran sin dotarlas de mayor sentido.

La película sigue cayendo, por tanto, más del género literario que del cinematográfico, y es ésta la mayor razón para no considerar una obra maestra a la nueva obra de un director siempre interesante, que removerá conciencias a los que no se sientan engañados por algunos de sus planteamientos.

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