Los huecos que deja nuestra memoria pueden ser lugares en los que perderse. Y los recuerdos lejanos pueden transformarse, con el tiempo, en un puzzle desde el que recomponer una realidad que nunca pudimos entender. Para componer esta fragmentada crónica de la violencia de género y, en concreto, de ese decisivo y difícil momento en el que atreverse a separar definitivamente de la persona amada y temida, Diego Lerman acude a la experiencia de un niño situado en medio del conflicto, Matías, y a su mirada inocente.
Como si se tratase de una película filmada en pasado, las imágenes parecen rotas, despedazadas por el olvido. La cámara persigue los recuerdos deshilvanados del chico, situándose a su propia altura para poder sentir la dimensión inalcanzable de lo que sucede a su alrededor. Y cuando pide a su compañera de juegos que se quede totalmente paralizada, el plano se suspende interminablemente sobre ella participando del juego, tratando de entender ese mundo que resulta ya tan esquivo a la mirada adulta. Con la generosidad de esa imagen Lerman ofrece toda una declaración de intenciones, una decisión que recuerda a las de Dominga Sotomayor en De jueves a domingo (2012), otra operación audaz en el intento de construir desde la perspectiva infantil un cine del descubrimiento.
El niño vive la impetuosa huida de su hogar de la mano de su madre. La película se sustenta sobre la tensión que genera un posible reencuentro, tan inminente como peligroso, con la figura paterna. A veces lo hace de manera explícita y juega con la posibilidad del cara a cara, cuando madre e hijo vuelven al piso a recuperar sus pertenencias. La angustia domina esa visita contrarreloj porque hasta entonces el chico (y a su vez la película) nunca ha vivido la violencia en primera persona. Es ese brillante uso de las elipsis y del fuera de campo lo que convierte en terrorífica la sola idea de la aparición del padre, del que solo llegaremos a conocer su silueta fantasmagórica y su voz a través del teléfono, pero que nos sumerge en la existencia de una amenaza omnipresente que transformará el tránsito por la ciudad en un camino angustioso y desolador.
Cuando ambos se refugian en un love hotel huyendo de las calles, un significativo plano cenital muestra a madre e hijo tumbados sobre una cama con forma de corazón. Refugiado encuentra allí la expresión definitiva con la que hablar sobre la indefensión de ambas criaturas y, al mismo tiempo, sobre la expulsión de la inocencia en una sociedad donde ya no hay lugar para la ternura.
Aquella idea culminará en un epílogo dueño de una hermosa abstracción. Es el propio Matías, cruzando a solas la inmensidad del bosque como simbólico salto a la edad adulta, quien debe decidir que es el momento del paso a una nueva etapa en la que quedarán atrás muchas de las cosas que hacían de él un niño. La película recoge en silencio ese momento final lleno de valentía pero, mientras observa, también parece lamentarse: un mundo en el que no hay cabida para miradas como la de Matías no está demasiado lejos de un mundo sin esperanza.
Publicado originalmente en Caimán, Cuadernos de Cine, 36 (87), Marzo 2015.