Cuando Joseph Kosinski dirigió la segunda parte de Tron (2010), la debilidad de sus planteamientos venía fortalecida por una ingenuidad que se le presuponía inherente a la franquicia, concebida en su origen para un público infantil. Aquella inocente ausencia de ambiciones se convertía en un inspirador impulso para una película que utilizaba un lenguaje tierno e inofensivo para dirigirse a un espectador del que se exigía cierta inocencia.
Con Oblivion, en el que Kosinski adapta el material de su propia novela gráfica, aquellos limitados recursos vuelven a ser convocados, pero esta vez con mayores ambiciones, siempre a salvo tras el sofisticado velo que proporciona el inefable y llamativo entorno de ciencia-ficción. Y es la propuesta estética la que nos hace pensar que nos encontramos frente a una película muy superior con respecto a la que realmente es.
Unos decorados impresionantes, un diseño de vehículos, artilugios y edificios que se convierten en un reclamo por sí mismos, la presencia de Claudio Miranda como fotógrafo transformado en el pintor de un mundo desierto. En definitiva, el envase perfecto. ¿Pero qué hay tras esa sugerente propuesta visual de una Tierra futura? Hay que prestar atención a su banda sonora, la omnipresente música de M83, pues es una de las grandes fisuras por las que se puede penetrar hasta el corazón de Oblivion.
La película parece tener vocación de recrearse en los espacios abiertos, en la metáfora del desierto como representación de la soledad del hombre, un Tom Cruise que transita a través de diferentes vehículos un mundo desolado para reparar a los drones que vigilan el territorio, protegiéndolo de los alienígenas invasores que quebraron la armonía del planeta. Aquellos planos no tienen auténtica capacidad comunicante, en parte por el funesto complemento del efecto especial forzado, por la manera en que utiliza aquella situación para poder unir puntos inconexos de su historia y también por la reiterada utilización del plano aéreo como motor narrativo.
Pero lo realmente discutible de Oblivion tiene lugar en el plano argumental que plantea. La película, que intenta seguir el esquema de la novela gráfica, cede ante los deseos de convertir cada nudo de la trama en un giro argumental, como si el aliciente del cine fuese equipararlo a la sala de los espejos de un parque de atracciones y ahí terminase el poder de la experiencia. La realidad (argumental) cambia con cada nudo de la trama, ¿pero hay una intención discursiva en esos giros, o se trata de utilizarlos como simple reclamo, a modo de truco de magia?
Desde luego, los amantes de la serie de televisión se encontrarán cómodamente rodeados de su hábitat natural, el del cliffhanger que te empuja a continuar viendo aquello con la boca abierta. Es la diferencia entre “que te cuenten una historia” a que nos hablen a través del cine. El espectador parece haber olvidado esa última necesidad, ya sólo quiere ser sorprendido, como si hubiese confundido lo cinematográfico con otra atracción más del enorme parque del entretenimiento.
Para insistir en la condición discutible de estos planteamientos como modelo de éxito, Oblivion se ve obligada a detener su narración y explicar muy despacito cada nuevo giro de guión, lo que invita a pensar en el tipo de público al que va dirigida, ese espectador que demanda sorpresas y que acto seguido, exige que se las expliquen, con lo que por fin la película desvela sus auténticas intenciones: un artefacto que confía poco en la inteligencia de su audiencia, que evita toda posible reflexión y al mismo tiempo toda ambigüedad en el relato, haciendo de su material literario un relato absolutamente plano.
En definitiva, el argumento de Oblivion es sugerente, tal y como puede llegar a serlo la belleza de su enfoque visual, pero su concepción parte de copiar un modelo que, ya de por sí, resulta bastante discutible. Una filosofía de copiar el modelo de éxito que contagia también a otras disciplinas. Y por ello una de las grandes fisuras de la película es su banda sonora, una ineficaz colección de recursos propios del “estilo Zimmer” que demuestra su inoperancia al tiempo que su omnipresencia. La música de M83 suena incluso cuando la situación no lo necesita, como si hubiese que rellenar huecos de cualquier manera y la banda sonora fuese el elemento recurrente.
Lo peor de una película que vive de sus sorpresas constantes y que no guarda ningún aliciente más allá, cuando los misterios son desvelados, es la condición previsible de algunos de sus giros. Entonces el dispositivo se desmorona. Tal vez no contaba con que ¡Oh! El espectador podía pensar por sí mismo.