Evocación de la nostalgia. Evocación de un vacío, nostalgia de un futuro que no existe, latente la promesa de un mañana que nunca podrá ser vivido.
La novela con tintes de ciencia-ficción de Kazuo Ishiguro confrontaba, en unos inmaculados años sesenta, a tres personajes nacidos de la clonación humana cuyo destino era servir de donantes a sus originarios. La nostalgia por un futuro que no va a vivirse es, pues, el sentimiento por el que discurre todo el relato.
Mark Romanek acierta a la hora de llevar ese mundo a la pantalla, un universo minúsculo, lánguido y eternamente sobrecogido. Excelente pintor visual para momentos como el primer beso, la soledad adolescente o escuchar la canción de tu vida por primera vez.
La voz en off, que nace en el instante en que nace también la película, es tanto una declaración del lenguaje introspectivo que utilizará la película como la puerta de entrada a ese universo de anhelos frustrados que vivirán sus protagonistas con la llegada de su edad adulta.
Lo que queda pues es contemplar cómo cobra vida en el cine esa idea de que el amor sigue siendo capaz de cambiar las cosas, en un género al que le hacen muchísima falta filmes como el presente para revitalizar su capacidad discursiva. Y queda también valorar los silencios, la delicada música de Rachel Portman, y toda la frustración contenida en los rostros de tres actores a través de una espléndida fotografía.
Tres actores escogidos con cuidado, con una evidente vocación estética, como si la frustración de toda una vida perdida fuese aún más dolorosa al contemplar la belleza superficial del trío actoral.
Una Carey Mulligan siempre afectada, con un rostro eternamente dolido, con una presencia en pantalla luminosa como pocas actrices y con una capacidad asombrosa para aguantar el plano largo, confirma sin embargo que es engullida cada vez que le toca compartir plano con alguno de sus compañeros.
Keira Knightley, que tal vez sea de los tres quien más confirma esa idea del vago criterio estético a la hora de escoger a sus jóvenes actores, se une a la moda retro a la que contribuye su cuidado vestuario para terminar con el clásico contraste latente en sus interpretaciones: la hipnosis de una belleza superlativa que sin embargo no añade matiz gestual alguno que ayude a enriquecer a su personaje.
Por último, el emergente Andrew Garfield, que atesora los mismos valores y defectos que sus compañeras de reparto, y ayuda a constatar finalmente una certeza: que, efectivamente, la belleza a nivel visual y el tono melancólico están sumamente conseguidos, pero ninguno de sus actores es capaz de soportar con su presencia la carga dramática y argumental a la que les empuja la película.
El resultado, por tanto, debe ser dispar. Una carga enorme de emotividad, de sensibilidad y de dramatismo narrado bajo una soberbia contención, aspectos éstos poco frecuentes en el cine del presente y enormemente bienvenidos, que sin embargo no consiguen evitar la vacuidad que supone haberle concedido la mayor importancia a lo estético como verdadero motor emocional.
Su falso discurso filosófico y esa tramposa voz en off, que parece empujar y querer dirigir las emociones del espectador, quizás conmocionen a cierta juventud en la que aún prime el estilo sobre la sustancia, o la reflexión sin sentido frente a la verdadera profundidad de contenido.
En Nunca me abandones, sin embargo, la mayor ausencia no es la del futuro de tres jóvenes que aman a la vida y al amor. La mayor ausencia es la voluntad de evitar el ensimismamiento, reconducir todos los sentimientos evocados hacia un pensamiento real, hacia una enseñanza, hacia un discurso que no termine celebrando la imagen de postal y la reflexión facilona como engañosas claves del supuesto buen cine moderno.