Nine (Rob Marshall, 2009)

Que 8 y ½, de Fellini, ha influido en toda una generación de cineastas americanos, es más que sabido. Que media docena de ellos se empeñen en homenajearla en casi todas sus películas, también lo es. Lo nuevo aquí es la vuelta de tuerca de convertir el clásico del cine italiano en un musical americano, con todo lo que eso conlleva.

Para empezar, la superproducción de Harvey Weinstein comienza con el mejor reparto que el dinero puede comprar. Una sucesión de mujeres, las que pueblan la vida del realizador imaginario Guido Contini, encarnado por Mastroianni/Day-Lewis, que se reparten escenas, minutos y números musicales en unas cifras casi ridículas para la fama monumental de dichas actrices.

El prólogo ya delata muchos de los defectos y virtudes que va a albergar Nine en su fastuoso desarrollo. En una presentación de las féminas que recuerda más a un espectáculo de circo para niños en el que se muestra con evidencia a tu estrella favorita, las mujeres hacen acto de aparición y se van posicionando en un discutible sentido que recuerda más a las fotografías de Anne Leibovitz que a una puesta en escena cinematográfica, rodeada de una música fastuosa, genialmente grabada y mejor orquestada.

He ahí los dos puntos básicos de Nine, una música soberbia que se pasea sobre una nadería estética que no aporta nada nuevo a lo que las canciones cuentan, en muchas ocasiones descontextualizadas o forzadas por la exigencia de que cada actriz aparezca en un número musical propio.

Hasta dónde funciona la puesta en escena de Rob Marshall y ese montaje efectista queda escondido, desdibujado por la poderosa música y sus absorbentes números musicales, y por una fotografía que convierte una representación inverosímil en un conjunto coherente del todo creíble.

Ni que decir que esa construcción no sólo no funciona como homenaje, sino que ensucia al clásico italiano convirtiéndolo en un espectáculo adolescente para aquel público que sólo busca la representación del glamour de época y el desfile desmesurado de estrellas rutilantes con apenas minutos para desarrollar sus roles.

La parte final, que aquí parece conducida como si se hubiese hallado el mejor desenlace de la historia del cine, fue ya utilizado por Clint Eastwood en su Cazador Blanco, Corazón Negro, y si allí tenía algún sentido, en esta obra la jugada se huele a kilómetros y no hace por más que empequeñecer su trasnochada grandilocuencia.

Irregular combinación, producto artísticamente soberbio que, tanto en su argumento como en sus intenciones, peca de ampuloso, efectista y superficial. En el magnetismo de algunas de sus imágenes y en la profusa genialidad de sus páginas musicales se encuentran los únicos momentos que pueden considerarse verdaderamente mágicos.