Un título pocas veces habló tan bien de una película como en Monuments Men: el deseo por construirse a sí misma como documento histórico ha terminado por transformar el film en un sentido homenaje y, a la vez, en una obra con una sospechosa ausencia de aliento comunicativo.
La emoción de la película proviene del hecho, de la anécdota histórica, de la perspectiva y del rescate en el tiempo, nunca del trasfondo de sus personajes. Es lo más grave que podría decirse de una película que se apoya en la relación de amistad entre sus protagonistas y en unos vínculos afectivos sobre los que el guión insiste continuamente pero, mientras esto ocurre, sus imágenes parecen mucho más preocupadas por la verosimilitud de la representación en detrimento de esa expresión de los afectos.
Quizás esa obsesión por lo verosímil haya conducido a unos excesos en la producción que cuestionan la eficacia de sus planteamientos. Para contar la historia de una brigada especial del ejército aliado, que intenta rescatar las piezas de arte robadas por los nazis, Monuments Men viaja al mismo frente de la Guerra y despliega unos escenarios gigantescos que chocan con la sugerente historia de unos soldados que desean pasar desapercibidos. Para ilustrar la cantidad de obras de arte apropiadas por el ejército alemán no basta con una lista en un cuaderno ni con las significativas pinturas que los actores sostienen en sus manos: la película insiste en mostrar enormes galerías que se pierden en el horizonte. Las pequeñas ambiciones se desdibujan dentro de una factura técnica desproporcionada que busca la grandilocuencia continuamente.
George Clooney se rodea de un elenco de amigos intérpretes con el deseo de que la complicidad que comparten los personajes se exprese también a partir del encuentro físico entre los actores. De hecho, la narración de Monuments Men se vertebra en torno a hacer gala de esa complicidad hasta descubrir que la película se ha perdido en tratar de comerciar con esa idea y con la agradable condescendencia que genera la situación cómica en el espectador. O dicho de otro modo, el film de Clooney se preocupa más por exhibir lo inteligente que está siendo que por las propias cualidades del relato, de modo que se transforma en una pieza entrañable, de factura técnica impecable y encantadores resultados, pero muy alejados de sus ambiciosas intenciones.
Tal vez sea la banda sonora de Alexandre Desplat el objeto que demuestra que, por encima de otras disciplinas cinematográficas que tienden aquí a la ampulosidad y la sobreproducción, es el compositor quien ha entendido el auténtico espíritu de la cinta. La música funciona como perfecto narrador en tanto que sabe conjugar el estilo desenfadado de las situaciones que viven los protagonistas con un carácter tan urgente como solemne, el tono exacto que equilibra humor con responsabilidad, desenfado con temor, para convertir el relato musical de esta peculiar historia en algo alejado de la simple anécdota.
El epílogo de la película, con un George Clooney anciano visitando junto a su nieto una de las obras que consiguió rescatar, es absolutamente revelador. Monuments Men quiere hablar del hecho histórico con la perspectiva que le otorga el paso del tiempo mientras hace un retrato de los personajes esculpiendo en mármol la honestidad de cada uno de ellos, a la vez que los representa reales y cercanos gracias a la complicidad de sus intérpretes-amigos. El relato vuelve a revelar que las estatuas del pasado también eran humanas y que el acto heroico puede ser también significante en el propio presente. Pero Clooney vuelve a caer, como autor, en el deseo de hacer un cine para la posteridad que no sobreviva al tiempo a partir de la relevancia de su mensaje, sino de su propia obsesión por trascender.