Cuando Mike Wazowski mira su reflejo en la copa que se entrega al campeón del concurso de sus sueños, se ve diferente. Parece más alto y aterrador, sus patas son ahora más largas, su boca más grande y sus colmillos más afilados. Es el modo en el que le gustaría verse, y cree que conseguir el premio al mejor asustador lo acercará del todo a aquella imagen que ahora sólo se proyecta en la superficie de la copa.
Wazowski encarna, en esencia, la historia de lucha y superación personal tan recurrente en la filmografía de Pixar desde sus inicios, heredera de cierto tipo de historias que la factoría Disney se encargó de manufacturar durante años con irregulares resultados y con la que ahora la responsable de Toy Story ha edificado un estándar de calidad difícil de cuestionar.
Pero sería peligroso perder la perspectiva. Es necesario obviar el salto técnico con el que avanza la animación digital en cada nuevo proyecto. También los mil detalles que aparecen en pantalla y nos sumergen en un universo imposible que termina convertido en la auténtica fuente de diversión. Tras esta abrumadora pasarela de estímulos se desarrolla un guión de manual que discurre por los caminos más convencionales y menos sugerentes.
En ese sentido, Monstruos University no oculta su condición de película menor, una suerte de spin-off consciente de que ha nacido únicamente para complementar a su hermana mayor, Monstruos S.A. (2001). La repetida fórmula argumental que somete al filme a continuos giros y a forzar los finales felices limita en buena medida cada una de las generosas conquistas que pretende abrazar.
El único trabajo que valió un Oscar a Randy Newman parece haber convertido en indiscutible su presencia como compositor en esta precuela pero, ahora que la gran ciudad y su sabor jazzístico han desaparecido del relato y la plantilla orquestal se reduce a la propia de una banda musical universitaria, ¿realmente era el músico más indicado? La participación de Newman en la película evidencia otra de las intenciones del proyecto: poder repetir la experiencia que ya conformaba la primera entrega, aún cuando la presencia de lo que funcionaba en aquella no encaje tan bien aquí, lo que una vez más simplifica y vuelve a poner en cuestión el alcance de este nuevo film.
Parece no haber película pequeña para Pixar. Todo proyecto en el que se implica el estudio está tratado con las mismas dosis de cuidado, atención y medido sentido del espectáculo. Es difícil no abandonarse a sus encantos. Tal vez por esa razón resulte tarea difícil distinguir la obra magna que nace de sus entrañas frente a una obra menor. Ese aspecto visual impecable ha conducido a una peligrosa permisividad en la que la evidencia de los patrones convencionales parecen haberse desdibujado para el gran público o, tal vez, lo visual haya disfrazado lo convencional de sofisticado.
En la última secuencia de la película, el puente entre el inefable momento de crisis y el final feliz se ejecuta a base de una sucesión de fotografías que evitan una duración absurda de la película. Si ya sabíamos que todo iba a terminar bien, ¿para qué contarlo? Parece decir aquel momento crítico del relato, torpemente resuelto. De ese hondo agujero argumental podría emerger una tercera película, lo que abre la puerta a la continuidad pero también revela una evidencia que conviene cuestionar: las aventuras de juventud de los protagonistas no arroja luz sobre el pasado. Monstruos University viaja hacia el origen del relato para entender el presente, pero vuelve con más preguntas que respuestas.