Ya ha sucedido. La industria de Hollywood ha traspasado la frontera, desesperada por encontrar argumentos sustanciosos y cada vez más reacia a invertir en proyectos que no aseguren una mínima rentabilidad. En esa angustiosa urgencia ya han dejado de importar conceptos como el remake plano a plano o las adaptaciones de cómic de manera desaforada y, lo que es más importante, ha dejado de importar el tiempo que transcurre entre la película original y su remake, o el número de continuaciones que es capaz de ofrecer una saga sin antes agotarse del todo.
La nueva adaptación de la exitosa primera novela de Stieg Larsson perteneciente a la saga Millenium está fechada tan sólo dos años después de la adaptación sueca que dirigiera Niels Arden Oplev. La campaña de promoción de la película no deja de insistir en la diferencia entre nueva adaptación, basada en un brillante trabajo de Steven Zaillian, el célebre guionista de La lista de Schindler, y alejarse de las posibles comparaciones con su homónima sueca. Como espectadores europeos, sin embargo, es imposible obviar el éxito y la trascendencia de un producto comercial tal como la versión sueca de las novelas, sobre la historia de un excelente investigador que intenta resolver la desaparición de una niña.
No es fácil acercarse, pues, a la película de David Fincher sin la sensación latente de que se trata de una segunda versión, de un remake encubierto, de la adaptación americana de una película de éxito en las afueras que ahora se importa bajo los exquisitos retales de una producción de altos vuelos. Sí es cierto que Zaillian condensa la monumental novela de una manera elogiable, pero como resultado puede afirmarse que, al comparar una película con otra, no todas las decisiones de adaptación, o resolución, son favorables a la versión americana. Es esto quizás lo peor que se pueda decir de este producto a todas luces impecable, teniendo en cuenta que la película sueca no dejaba de ser bastante mediocre.
El sello técnico del filme es desde luego abrumador, pues cuenta prácticamente con el equipo al completo que hizo posible La red social, una auténtica obra maestra, especialmente un Jeff Cronenweth que, como director de fotografía, ha hecho más por definir la estética del cine de Fincher que los colosales trabajos que hicieran en su momento Darius Khondji o Harris Savides en otras cintas del realizador. Sólo se echa en falta a Aaron Sorkin, nadie escribe diálogos punzantes, densos, poderosos y sencillos de la forma que lo hace el oscarizado escritor. Steven Zaillian no es Aaron Sorkin.
¿Puede hablarse de película menor, admirando este cartel? De lo que puede hablarse es de obra intrascendente en tanto que se trata de un encargo comercial, que nada tiene que ver con las aspiraciones reales de un Fincher que está ya bien lejos del género de asesinos en serie, pero nunca de película menor. Se trata de una fantástica cinta que, sin embargo, no sabe desprenderse nunca del lastre de haber metido mano a una novela popular que ya contaba con un referente audiovisual no sólo muy cercano en el tiempo sino fuertemente arraigado en el espectador medio. El fantasma de la adaptación anterior empaña las conquistas que quiere perseguir este nuevo filme.
El sobrevalorado equipo musical que forma el tándem Trent Reznor – Atticus Ross firma una estupenda música para la escucha en un equipo doméstico, pero entrega aquí una banda sonora que repite motivos y ambientes de un trabajo muy superior, el de La red social, empeñados además en que cada escena tenga su propia cualidad sonora y que por tanto ningún tema sea repetido durante la película. El resultado es una intrascendente banda sonora de treinta y nueve cortes. Lo realmente interesante es que los músicos firman también un trabajo de sonorización escapa a la labor musical y que es culpable del excelente clima, tenso y caótico, que es capaz de destilar la película casi en todo su metraje.
La capacidad gestual de un actor de rostro rudo como Daniel Craig demuestra, en una actuación plena de elogiables matices, que admirarle o detestarle es una cuestión puramente subjetiva, pues ofrece no pocas razones para considerarle como uno de esos pocos intérpretes capaces de sostener la fuerza visual de todo un proyecto con su sola presencia en pantalla.
Pero el descubrimiento desde luego es Rooney Mara, quien ya deslumbrase en La red social con su breve escena, prólogo de aquella película. Aquí despliega todos sus recursos, y no deja de llamar la atención, en alguien tan joven, el hecho de mostrar una contención que evidencia hasta qué punto puede controlar sus gestos o sus reacciones, y que sabe combinar, al mismo tiempo, esa capacidad con una entrega física demoledora. Su creación de un personaje tan complejo y difícil como Lisbeth Salander, quizás el mejor personaje del género policíaco de los últimos diez años, es la más poderosa muestra posible del talento que posee una promesa de futuro como ella. La sutileza de sus gestos y la explosión de estos, el más hermoso motivo para enfrentarse como espectador al encargo de Fincher.
Quizás la mayor diferencia entre las dos películas que existen sobre la novela sea este, el interpretativo. La desigualdad radica en que la película sueca transformó a dos actores oportunistas y mediocres en auténticos parásitos del star-system, que pululan ahora por un Hollywood muy dado a reciclar actores de segunda fila amparados por el empuje comercial de una de sus apariciones en pantalla. Mientras en la versión sueca el choque entre los dos protagonistas resultaba anodino y rutinario, aquí ocurre todo un enfrentamiento actoral. La película de David Fincher termina siendo superior a su homónima sueca no tanto a nivel visual como por esta diferencia interpretativa.
Pero es evidente que, en un ejercicio de reduccionismo, de simplificación que termina convertida en simplismo, Steven Zaillian ha pecado de imponer su propio ego a la adaptación cinematográfica de un material ampliamente conocido. En muchos momentos de la trama, todo se paraliza para obligarnos a rendir pleitesía al talento del guionista. Que algunas resoluciones de la trama resulten más satisfactorias en la otra película es definitivamente la peor muestra de una industria que no se cansa de su eterna infamia, la de adaptar impunemente los éxitos de otras cinefilias, siempre bajo el inevitable tono de superioridad que da la certeza de que ellos pueden hacerlo mucho mejor.