Milla (Valerie Massadian, 2017)

«Yo te ayudo», parece decir Valerie Massadian cuando entra en la película para ofrecer una solución al personaje que ella misma ha creado. La protagonista es una joven que acaba de descubrir que pronto será madre soltera y, desesperada, busca cualquier forma de sustento para esa nueva vida que comienza. Massadian aparece justo en el punto medio de la película para ofrecerle un trabajo en las labores de limpieza de un hotel. Una autora que se incorpora a su propia ficción para tenderle una mano al personaje. ¡Qué gesto tan hermoso!

Milla se divide en tres partes, tres episodios que en cierta manera son también tres películas diferentes. El primer fragmento ilustra una historia de amor entre dos jóvenes que han huido de sus hogares y que ahora recorren el mundo en busca de su propio lugar. Su devenir les acaba llevando a una casa abandonada sobre la que construir una cotidianidad basada en su libertad y en una relación idílica. La puesta en escena responde, en conjunción, tanto a la idea del amor sublimado (y cegado por ese idealismo) como a la insostenibilidad de un modelo de vida basado en huir siempre hacia rutas salvajes. No existen los miedos, en cierto modo tampoco existen las novedades profundas ni los viajes introspectivos. Sólo una ingenuidad que, de algún modo, los aleja de sí mismos.

Con el paso del tiempo, Milla descubre que su novio se ha marchado y no tardará en darse cuenta de su embarazo. Es aquí donde Valerie Massadian acude al rescate del personaje y aparece en la pantalla, vestida con las ropas del servicio del hotel y dispuesta a proporcionar trabajo a la joven. El espacio del hotel se va a convertir en un limbo, en una época de transición en la vida de la muchacha tanto como de la propia película. En un maravilloso punto de fuga, Massadian escenifica el qué pudo haber sido y no fue a través de un solo plano que muestra a una cantante cuya performance evoca la tormenta de sentimientos de Milla.

Nacido el bebé, la película se transforma en un contenido retrato de la maternidad, de los primeros pasos y de su universo de descubrimientos, a través de cuidadas elecciones en el plano y, finalmente, de una crudeza en la operación de crianza del niño que poco tiene que ver con el idealismo con el que empezaba el filme. Massadian ha puesto en imágenes su propia experiencia de maternidad a través de un personaje que navega hacia la deriva y que encuentra, en el niño que tiene ahora a su cargo, su nuevo punto de anclaje con el mundo. La realizadora no sólo ha hecho un encomiable trabajo de puesta en escena para otorgar a cada tercio de la película de una identidad especial, sino que ha concebido también un hermoso ejercicio de gran perspectiva que sobrevuela el aliento de toda una vida.

El retrato de maternidad se convierte en el fin de una etapa, la del espíritu libre que se siente interrumpido, desconcertado ante la aparición de una nueva vida, pero que va a encontrar en realidad una nueva forma de libertad que nada tiene que ver con lo conocido. En ese viaje, Valerie Massadian ha sido tan valiente como para ponerse en escena a sí misma. O, dicho de otro modo, tan valiente como para darse cuenta de que en lo que se filma debería estar todo lo que somos.