¿Puede idearse una película mientras se filma? Al menos, eso parece plantearse Virgil Vernier con su segundo largometraje, en el que late la misma pasión creativa que podía encontrarse en los primeros filmes de Godard, siempre a medio camino entre el capricho y el hallazgo.
¿Puede filmarse a unos cuerpos y unos rostros sin otro motivo que el de contemplar sus idas y venidas? Al acercarse a las torres Mercuriales, testimonio de un proyecto urbanístico frustrado en las afueras de París, Vernier parece filmar las historias que nunca tuvieron lugar. El gran proyecto sigue siendo un suburbio que la cámara de Vernier puebla con fantasmas. Observa a diferentes personajes y, a caballo entre la pura curiosidad y un desbocado juego imaginativo, piensa en las vidas que han tenido, las que tendrán y también las que nunca podrán tener.
¿Puede una película consagrarse a la belleza de dos mujeres? La cámara presencia el encuentro entre Ana Neborac y Philippine Stindel, dos amigas que se han conocido trabajando en las torres, y a partir de entonces la película volverá a ellas a menudo, incapaz de abandonarlas, admirando los rasgos de sus rostros, sus enfados más viscerales y sus alegrías más risueñas. Pero nunca conoceremos a sus personajes del todo: no son personajes como tales sino cuerpos que se transmutan, que se confunden con las fantasías del cineasta, que se disfrazan de otra cosa conforme la película se piensa y se imagina a sí misma, y que termina ofreciendo una personalidad esquiva pero un cuerpo indudablemente concreto. La imagen se pierde en las facciones de Stindel, recorriendo sus gestos, y en la mirada de Neborac, en esos ojos que parecen estar escrutando el mundo en silencio.
¿Puede viajarse en el cine hacia un pasado que nunca existió? Las torres fueron construidas a mediados de los años setenta del pasado siglo y Vernier escoge filmar en dieciséis milímetros: las imágenes de la película se vuelven entonces de apariencia anticuada, deslucidas, como si no pertenecieran al tiempo presente. El formato permite al cineasta que la propia textura de las imágenes se adapte al relato y, a través de él, las intenciones se implementan en la forma de la película: el cuento soñado adquiere, de repente, su propia materialidad.
No importa por qué lloran las actrices o por qué otros personajes se besan, lo que a Vernier le importa es verlas llorar, verles besarse, ver al mundo moverse. No importa por qué las actrices cuidan a una niña si eso permite, por un momento, abandonar la película y marcharse a observar la pequeña, penetrar en su vida cotidiana y encontrar otra posible película que nunca existirá, o que solo existe dentro de Mercuriales y únicamente podemos intuirla cuando el cineasta se pregunta lo que podría haber sido. Las historias que no conocemos se funden en dos hermosos rostros, como si las torres se hubieran convertido en dos bellos fantasmas que atraviesan la ciudad en un tránsito infinito. La imaginación del cineasta aterriza en los suburbios y llena las calles de nuevas posibilidades, allí donde nunca las hubo.