Medianoche en París (Woody Allen, 2011)

Para aquellos que aún siguen esperando el acontecimiento anual de un nuevo filme de Woody Allen como la llegada de otra obra maestra igual a las de antaño, la espera va a resultar de lo más frustrante. El autor de Manhattan o de Delitos y faltas ya no existe, pues se trata de un director que, con más de setenta años, ha conseguido reinventarse casi hasta el punto de empezar de cero.

Londres, Barcelona, París, Roma… Eterno insatisfecho, eterno inmaduro, Allen ha huido de su amada Nueva York en cuanto han comenzado los tiempos de crisis, considerando que Si la cosa funciona respondía, rodada efectivamente en su ciudad y con un guión escrito cuarenta años antes, al deseo inalcanzable de que su ciudad vuelva atrás, a unos tiempos mejores.

La filmografía del nuevo Allen será por tanto, el itinerario de un alma errante, de un nómada abrumado por aquellas ciudades que se prestan a financiar sus proyectos con la esperanza de que éstos también acaben sirviendo de puro reclamo turístico. También reconoce al filmar, como nunca antes en su cine, la necesidad de escoger a aquellas mujeres de las que podría enamorarse, si no se ha enamorado ya, como única posibilidad de que lo que está filmando siga conteniendo una pasión incólume.

La Rachel McAdams frágil y delicada de siempre se convierte aquí, pues, en una tigresa que desborda sensualidad y atractivo como nunca en su carrera. Pero lo realmente asombroso es descubrir cómo la pasión de lo inalcanzable y lo puramente platónico sigue latente, recogiendo a Marion Cotillard ante la cámara como si se tratase de un sueño.

Ha ayudado mucho en ello que Allen vuelva a toparse con otro operador maestro para este nuevo proyecto. La presencia de Darius Khondji y su fotografía obsesionada con lo natural sirve a la perfección para ilustrar esa duda que tienen tanto los personajes como el fotógrafo. ¿Es París más hermosa durante el día o durante la noche? Khondji retrata con pasión la belleza de ambos estados.

Los relatos con toques de fantasía han generado las historias más torpes en la filmografía de Allen, pero también los más románticos. Si el asesinato es siempre la premisa del autor para bucear en las miserias más profundas del hombre, lo fantástico en sus películas es siempre el punto de partida para encontrar el amor verdadero. El amor tendrá siempre, por tanto, algo de inexplicable, de mágico, de eterno.

Sin embargo esa fantasía es lo que condena la película al reto continuo de que la representación no caiga en lo ridículo, y por tanto pierda mucho tiempo de su metraje dedicado a representar, en lugar de narrar. Su protagonista viaja a los años veinte y conoce a toda suerte de artistas famosos. En ese viaje, el esfuerzo de la similitud y la búsqueda de lo fidedigno ahogan grandes posibilidades de que el relato despegue del todo, y se convierta en un desfile de personalidades del pasado.

A pesar de esas lagunas que convierten un relato romántico en un pequeño cuento lleno de ingenuidad, si consideramos Match Point como la primera película de la nueva era de su autor, Medianoche en París es, de lejos, el filme más importante de esta época, en tanto que, a través de ese bucólico viaje al pasado, su protagonista descubre que la idea de que todo tiempo pasado fue mejor ha existido en todas las eras del ser humano.

La insatisfacción crónica propia del tiempo presente es el mayor descubrimiento del cineasta para los espectadores de su tiempo, y la habilidad para plantear un discurso tan serio y profundo en el ligero marco de lo romántico y lo idílico plantea serios argumentos para considerar una película minúscula como ésta una gran obra.

Todo aquello que los cineastas de su tiempo no han sabido encontrar en su convulso presente, Allen lo descubre en un necesario viaje a otro tiempo, en el que todo parecía mejor. Su huída a otros países en su cruzada fílmica de los últimos tiempos encuentra aquí una certeza que bien justifica estos discutibles devaneos artísticos.

Los pendientes son también un elemento central del nuevo Allen. Si en Match Point las joyas eran el objeto que podían revelar a su protagonista como culpable, o en Conocerás al hombre de tus sueños eran el detalle que le abría los ojos al personaje de Naomi Watts, en Medianoche en París son tanto la llave al país de los sueños como un elemento de perdición para quien trate de hurtarlos.

Descubrir estos nuevos elementos, estas nuevas herramientas en la forma de abordar su cine, es también la forma de conocer, como por primera vez, a un autor que no ha dejado de buscar nuevas maneras de narrar sus obsesiones a través de otras miradas diferentes. No se trata de acomodarse, algo de lo que muchos acusan al director, sino de descubrir cómo contextos diferentes no consiguen ahogar los pensamientos de un artista.

A través de las caricaturas más simpáticas de autores del pasado, a partir de un Owen Wilson encarnando la enésima representación juvenil de quien escribe y dirige, cimentado en una historia romántica e ingenua, a través de su construcción previsible e insustancial, Woody Allen construye una fábula que por fin define el sentido del errático camino de los últimos años: ha terminado por marcharse de su ciudad no porque crea que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino porque ahora tiene la certeza de que incluso aunque pudiese volver atrás, tampoco sería más feliz.

La otra certeza es que Dalí nunca le ha caído muy bien.