Bebés (Thomas Balmes, 2010)

Desde el tomavistas de los hermanos Lumière, el cine ha tenido siempre la capacidad de sorprendernos con sólo filmas las cosas más elementales. No ya los hechos, sino los objetos, o las mismas personas, son en el cine motivo de asombro. El arte cambia nuestra manera de verlos.

Bebés está filmada con la vocación de un documental, pero hay en ella más cine del que parece. Asistir al nacimiento y al primer año de vida completo de cuatro seres que comienzan su existencia en lugares dispares del mundo es una premisa sugerente por sí sola, lo suficiente para que la película ya no necesite más golpes de efecto y se permita a sí misma que el paso del tiempo sea el único motor narrativo, los silencios, los balbuceos de sus protagonistas como único idioma, si bien el público que puede conmoverse ante estas imágenes es más reducido del que puda parecer.

Y aquí reside la trampa de Bebés, construida en base a que la película llegue al mayor publico posible con las herramientas de marketing más elementales. La película selecciona a un niño que crece en la sociedad occidental y sitúa a los otros tres en parajes exóticos, para que al final no sea el contraste de culturas diferentes lo que lleve al asombro, sino la discutible opción de deleitar al espectador occidental a través de culturas variopintas tan opuestas a la suya.

La música de Bruno Coulais, divertida, sencilla, infantil, provista de cierto tono aleccionador y condescendiente, no hace sino potenciar esa idea. Bebés termina convertida más en un zoológico que invita a la sonrisa fácil por la ternura que generan sus preciosas criaturas que en un documental científico, pero también termina provocando esas sonrisas por las diferencias culturales del público que está siendo testigo de aquellas imágenes.

Como el gorila del zoo al que Mari, la niña japonesa, observa tras el cristal de seguridad, Bebés se convierte en un escaparate de culturas en el que es imposible penetrar por una superficialidad que busca congraciarse con el público a través de la simpatía de los cuatro niños.

Ante la falsa recreación del hábitat del gorila y su grotesca presencia, la niña japonesa se echa a llorar. Ante la falsa representación del primer año de vida de cuatro personas, construida sólo con los fragmentos que producen carcajadas, ternura, o las dos a la vez, la reacción puede y debe ser también de rechazo.

La fuerza incólume del tomavistas permanecerá aún frente a las herramientas primitivas para congraciarse con el espectador. Al enfrentarse a sus imágenes, desaparecen el choque entre culturas, desaparece la opción efectista del montaje y se olvida su música intrascendente.

Sólo queda el cine como instrumento capaz de registrar todo aquello que somos incapaces de ver, capaz de atravesar enormes distancias con un solo corte de montaje. En sus imágenes reside la pura belleza de los rostros infantiles, pero más allá, hay una certeza que respira a través de todas ellas. Que el cine sabe captar el milagro de la vida como ningún otro arte.