Martha Marcy May Marlene (Sean Durkin, 2011)

Nace el primer plano de la película, y con ella un grupo de personas se despierta, como si fueran protagonistas de un ballet que acaba de dar comienzo. Primero comen los hombres, luego las mujeres. Todo está lleno de sonrisas, de complicidad, de aparente serenidad, pero algo siniestro subyace en esos impenetrables silencios. Y por fin, alguien cruza la carretera y escapa de aquel paraíso como si lo hiciera de un lugar maldito.

A partir de entonces, el camino de fuga de la joven tiene doble sentido, pues su huída va a suponer tanto una travesía geográfica como una lucha con sus demonios interiores, un interior al que le costará aceptar lo que ha vivido. Y en ese sentido la película quizás abuse de una construcción que recurre con demasiada insistencia al flashback para encadenar el presente con el pasado, para mostrar un presente que está inevitablemente influenciado por un pasado que resulta tanto un tormento como el más poderoso motivo para sentirse bloqueado.

Es por eso por lo que seguramente esta sea la mejor manera, tal vez la única, de contar esta historia, fragmentándola a través de episodios tal y como los vive la niña en su memoria. Abusar de los flashbacks encadenados a golpe de buena labor de montaje, que sabe vincular visualmente el presente con lo pasado. La fragmentación quizás sea la forma más adecuada de abordar un tema tan difícil, tan delicado, tan incómodo. De este modo el film es tanto un ejercicio de reconstrucción personal como argumental.

Es difícil contemplar una obra tan valiente, tan decidida, tan coherente, a través de un lenguaje tan delicado, tan conciso. Por ello la película es también la celebración de un debut esplendoroso tras la cámara, con una dirección plena de identidad, que toma riesgos pero que no basa su narración en una colección de ensayos y errores, sino en el resultado de unas decisiones largamente planificadas. Sean Durkin firma un guión en el que descansan no pocos diálogos perfectos, sino que además filma una película pequeña pero de valientes intenciones. En ese sentido su presentación como autor no supone una promesa. Durkin pertenece al privilegiado grupo de directores que han firmado, con su ópera prima, su primera obra maestra.

Pues Martha Marcy May Marlene es una película absolutamente libre, que parece haber creado un lenguaje cinematográfico propio para ser concebida y limitada sólo por las reglas que se autoimpone. El eco de Bresson que viene y desaparece para dar paso a una transfiguración de la imagen en el marco contemporáneo. La búsqueda de lo natural, de la pureza de los movimientos y la gracia de los gestos, sin renunciar milagrosamente a un planteamiento formal y estético colmado de belleza en cada plano.

Cada toma parece perfectamente medida, como si todas ellas contuviesen un pequeño hallazgo dentro de su concepción que las convirtiera en piezas únicas, provistas tanto de una arrolladora fuerza narrativa como de cierta cualidad educativa. Así debería filmarse siempre, que cada secuencia supusiera el reto de encontrar la imagen adecuada, la toma que definiese visualmente todo lo que ocurre en ella. Quizás sólo nos sorprenda porque es uno de los pocos filmes contemporáneos que sí se formula aquellas preguntas que cualquier cineasta debería plantearse antes de rodar.

Y quizás sea esa la mayor virtud de la película de Sean Durkin, más allá de la valentía con la que aborda su argumento. Una forma de rodar basada en captar el movimiento y las sensaciones, y a la vez preservar la belleza de un planteamiento estético insobornable y absolutamente único. Puede que a esa búsqueda del realismo y del naturalismo ayuden mucho la sobresaliente y absorbente interpretación de su protagonista, Elizabeth Olsen, y la presencia de algunos secundarios que se sitúan en el mismo nivel de gracia y excelencia, como John Hawkes en un papel poco agradecido del que extrae no pocos momentos sobrecogedores.  

Sean Durkin no centra su película en emitir un juicio hacia esa comunidad de apariencia religiosa de la que parece escapar su protagonista al comienzo de la cinta. No es un film moralista. Su interés se centra en los oscuros rincones del alma que son removidos tras la experiencia, tras un acontecimiento vital que resquebraja todas las convenciones del individuo y lo convierte en un despojo. Martha Marcy May Marlene es capaz de viajar hacia esas impenetrables oscuridades tanto como de ascender a los momentos más luminosos. Esa es la grandeza de un filme de poderoso mensaje. En su pequeñez, en su desnuda sencillez, se oculta una obra mayor.

Puede que no exista mayor dificultad en el cine que capturar sentimientos a través de la imagen. El debut de Durkin en el largometraje supone un paso importante en esa travesía artística, la de filmar las emociones. Sus decisiones narrativas en forma de película acerca de un retrato de tormentosos sentimientos se convierten en un importante testamento cinematográfico de nuestro presente. Su película grita desesperada, escondida bajo una apariencia apacible y displicente, para terminar despertando de una manera conmovedora los cimientos de la propia historia del cine.