Los Vengadores (Joss Whedon, 2012)

Ha hecho falta una estrategia de producción en serie y una campaña de marketing sin precedentes para que se hiciese posible una película sobre Los Vengadores, el grupo de superhéroes unidos para luchar contra un enemigo que amenazara la supervivencia del planeta, o dicho de otra forma, la ocasión de reunir en una sola cinta con un potencial taquillero abrumador a los grandes personajes clásicos de la Marvel.

Como si de un gran evento editorial de la compañía se tratase, Marvel ha ejecutado un plan similar en su recién nacida producción cinematográfica, lanzando una película dedicada a cada uno de los personajes en solitario y excusando su planificación en la necesidad de relatar los orígenes y las motivaciones de cada uno de ellos.

Esto ha hecho que Los Vengadores se vea libre de las ataduras argumentales que supone tener que explicar el nacimiento de cada uno de sus héroes, una práctica innecesaria que durante años los productores de cine han considerado una obligación ineludible, y por ello el film tal vez sea la película decisiva sobre el género superheroico, en tanto que no sólo se convierte por derecho propio en una de las más disfrutables por sus dosis de adrenalina desatada y por el festival pirotécnico que supone, sino por servir de ejemplo definitivo que demuestra la inutilidad de los procedimientos con los que se ha llevado a cabo la traslación de estos personajes al medio cinematográfico en la última década.

Hasta ahora el cine no había entendido la necesidad de dejar a un lado la idea de que el éxito del filme de superhéroes era la mera representación, y no un desarrollo rico y profundo en su génesis. Por eso resultaron tan caducos los intentos de resucitar a la Patrulla-X, el primer Spiderman o el regreso de Superman, y tan mediocres el Capitán América o Green Lantern. Había algo del espectáculo que sólo podía penetrar en los fans del cómic, y no del cine. Lo que ocurre aquí está lo suficientemente alejado de esos modelos mediocres como para apreciar que el salto cualitativo es desbordante.

Y buena culpa de ello la tiene el hecho de que sea el propio Joss Whedon quien se haya puesto al frente del proyecto, como guionista y también como director. Whedon ha sido uno de los escritores más valorados del género del cómic de la última década, autor de una espectacular etapa de X-Men que muchos señalan como obra de referencia. El guionista, después de participar en proyectos menores, demuestra aquí que su habilidad para narrar historias trasciende el medio que domina con maestría, y traslada su visión al mundo del cine con una fidelidad asombrosa. “Este es el camino”, parece decir en cada diálogo, en cada una de las secuencias de la cinta que ha diseñado con mimo. Su trabajo rezuma la devoción por unos personajes inmortales a los que ha querido homenajear con la mejor película posible.

Puede que el momento que confirma la habilidad de Whedon ahora como narrador cinematográfico es aquel largo plano (un plano largo en un filme de superhéroes, el milagro ha ocurrido) en el que la cámara trata de seguir una discusión entre los integrantes del grupo a gran velocidad hasta retorcer el ángulo de visión y dejar la toma invertida. Acto seguido el filme vuelve a la normalidad expositiva. He aquí el otro éxito: la película contiene la dosis justa de autoría, la suficiente para dotar de identidad propia a la cinta sin que se convierta tampoco en un ejercicio de ego. La delicadeza de ese proceso frente a la magnitud del tipo de producción que supone Los Vengadores habla de manera esclarecedora sobre las virtudes de Whedon y el acierto de haberlo colocado al frente del proyecto.

De poco vale hablar de la destreza técnica de un equipo de estas dimensiones, ni siquiera de celebrar el milagro de que las actuaciones de un filme del género resulten convincentes, tratándose de un guión que hace justicia a sus personajes. La fotografía de Seamus McGarvey es prodigiosa, y el hecho de que el trabajo de iluminación del director de fotografía de Las Horas (Stephen Daldry, 2002) pase desapercibido es quizás el mayor elogio que puede hacerse sobre él. La banda sonora de Alan Silvestri es del todo espectacular en su orquestación, pero fácilmente olvidable. Ningún tema memorable, ningún momento destacable, sólo las funciones propias y adecuadas a un tipo de producción como esta, la aventura descomunal sin tiempo para contemplaciones.

Que nadie piense en romances, en historias profundas o en dramas conmovedores. Whedon ha programado el proyecto centrado en el eterno reto: transportar la experiencia del cómic al cine como espectáculo narrativo demoledor centrado en el oficio de la sorpresa constante y el más difícil todavía. Un reto que se ha entendido siempre de manera literal y que ha generado no poca cantidad de fracasos. Lo que ocurre aquí es muy parecido con lo conseguido en la mejor película del género, El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008), aunque allí la literatura del personaje abordado podía generar niveles más ricos de lectura que aquí, destinado sin pudor al espectáculo de masas.

Cuando se le pregunta por el secreto del éxito, Whedon contesta lo mismo que ha respondido siempre con respecto a su trabajo en el mundo del cómic. El respeto hacia los personajes, sean quienes sean. Las grandes dosis de humor que concede a los diálogos restan trascendencia a la magnitud de los acontecimientos pirotécnicos que se suceden a su alrededor, pero es cierto que no es otra cosa que el amor del escritor hacia esas criaturas el que consigue que la película se eleve por encima de sus predecesoras. De repente, todas aquellas explosiones han cobrado algún sentido.