Margaret (Kenneth Lonergan, 2011)

En los primeros minutos de Margaret, un terrible accidente en la calle parece impulsar la historia que tendrá lugar a continuación. Pero Margaret no empieza con un accidente, sino con la rutina diaria de una adolescente que busca su lugar en un mundo que no le regala nada. Y tras la capital escena del accidente, vemos a la joven volviendo a casa en largos travellings a cámara lenta acompañados de la fabulosa banda sonora de Nico Muhly.

Resulta de vital importancia resaltar que el siniestro empuja todo el desarrollo argumental de la cinta pero ni empieza con él ni se centra en él, sino en los aparentes tiempos muertos, en los paisajes, en los paseos, en las transiciones y en los momentos en los que otros ojos ni siquiera se pararían a mirar. Y es importante porque sólo así se logra entender Margaret del todo, pues no habla únicamente del sentimiento de culpa de una niña que cree haber provocado la muerte de una persona inocente, sino que pretende concebir un mundo que respira y que se mueve, que camina junto con la protagonista. Pretende abarcar con su infinito aliento todo aquello que se pierde la víctima del accidente y que ya nunca vivirá.  

En ese sentido, la grandeza de lo propuesto choca con la simple narración cotidiana de lo relatado. Margaret es tan grande en su ambición como pequeña en su discurso argumental. Una joven que, tras un suceso traumático, intenta poner en orden sus pensamientos y encontrar la paz de espíritu que parece imposible alcanzar después de lo vivido. El coqueteo con las drogas, la primera relación sexual, las discusiones familiares, la carga emocional interior que se hace visible en los más inesperados momentos, todo parece enfocado hacia la clásica narración de la vida adolescente de no ser por el hecho de que la niña se ve incapaz de superar aquella terrible vivencia.

Kenneth Lonergan tiene un gran sentido espacial a la hora de componer sus planos. Posee un profundo conocimiento de la puesta en escena, y aún así no utiliza esa habilidad con fines puramente exhibicionistas, sino que busca en todo momento una representación sencilla para un relato cotidiano. Imágenes accesibles para una historia cercana. Sólo cuando la adolescente sale a la calle y la música se apodera del filme es cuando Lonergan se permite los altos vuelos. Largos planos que persiguen la silueta de la muchacha, vemos lo que ella ve pero no la vemos a ella, tal y como se siente la propia protagonista. Las tracerías visuales sólo suceden durante los tiempos muertos, que es donde vive la verdadera película.

Por eso no es tan importante el diálogo que tiene un abogado con dos mujeres en su despacho, sino qué es lo que puede verse desde su ventana. Por eso no importa tanto la resolución de la historia como el poder ver bajar las escaleras del teatro a Lisa, protagonista intensamente interpretada por una Anna Paquin que arriesga y pone todo su empeño en construir su papel. Margaret no habla de la primera experiencia sexual, sino del contexto vital en el que ocurre. La película parece empeñada en querer respirar la propia vida, con la sensación de que todo ocurre de manera desordenada e imprevista. Poco importa que esté basada en hechos reales, pues lo argumental es, precisamente, lo menos relevante de todo cuanto está dispuesto en esta pieza cinematográfica.

Y, precisamente por ese motivo, es posible que la película tenga más aristas de las necesarias, que sea más irregular de lo debido. Pero se trata de una irregularidad con la que es necesario convivir para poder concebir ese extraño y ambicioso universo. Una imperfección propia de su discutible grandilocuencia. Pero esa grandilocuencia es siempre sugerente, nunca ensimismada ni vanidosa, lo que convierte a Margaret en una especie única en su género, en una película superior disfrazada de relato costumbrista.

Cuando en los últimos minutos de la cinta fallece uno de sus personajes principales, y sus dos protagonistas, madre e hija, tratan de homenajearlo visitando aquel lugar al que tanto le gustaba asistir, el filme de Lonergan despliega, del todo, su mensaje profundo y el encanto que la convierte en una película diferente. La trascendencia de unos sobre otros. Lo que trasciende en la vida de los otros hacer aquellas cosas que amaban los que ya no están, y no como una especie de exorcismo espiritual ni como gesto diplomático, sino como verdadera experiencia de vida. No importa tanto el sentimiento de culpa de Lisa, sino la belleza de ver cómo el cine se ha atrevido, una vez más, a la imposibilidad de filmar la vida en toda su enorme y hermosa complejidad.