Brave (Mark Andrews, Brenda Chapman, 2012)

Pieza única, pieza destinada a ser una eterna incomprendida, convertida en el blanco fácil de los que interpretan el material de las películas a partir del estudio del que provienen, evitando así la incomodidad y el esfuerzo de penetrar en la obra hasta poder hallar su verdadera trascendencia. No se trata de una pieza fallida, sino de una obra menor, que es algo muy diferente, y al olvidar esa diferencia y esperar, cual espectador perezoso, el mismo modelo industrial del exitoso estudio cinematográfico del que proviene, nuestra experiencia termina convertida en el mero diario de un consumidor y aleja la importancia de una posible valoración crítica.

Porque Brave simboliza, ante todo, el éxito de Pixar, ahora subsidiaria de Disney, al alejarse de la grandilocuencia y magnificencia de su estilo de producción forjado hasta el momento para plegarse a una manera de hacer cine que siempre les ha sido completamente ajena. El triunfo radica en la conquista de ese territorio, menos trascendental  y definitivo, sin haber perdido su identidad como estudio independiente.

Pero Brave es algo más. Se trata de una pieza de cámara, y como tal, también supone un triunfo el hecho de que Pixar demuestre su capacidad para concebir proyectos de gran envergadura, como la fábula futurista épica de Wall.e o el glorioso y ambicioso recorrido vital en Up, tanto como para crear una película mucho más manejable y accesible, nada ambiciosa. La única ambición, si cabe, se encuentra en el plano visual, donde Pixar nunca ha escatimado sus esfuerzos en buscar en todo momento la más absoluta excelencia. En su pequeñez, en su aparente intrascendencia, Brave esconde poderosas virtudes. 

Mérida, una cautivadora mata de pelo rojo cuyo caos se revela perfectamente diseñado, es una de las primeras heroínas del cine que no necesita de una figura masculina para encontrar su autorrealización. En ese sentido, nunca un título fue escogido con mayor lucidez: se trata de una película absolutamente valiente. No es una película sobre la hija, sino sobre los padres. Sobre una reina que se niega a aceptar el cambio de su niña, que no ayuda a pulir sus virtudes originales sino que intenta imponerle aquellas que ella hubiera preferido que encarnase, y sobre un rey que aceptó hace mucho tiempo que la vida es cambio y que cada día trae un nuevo aprendizaje. 

Una película de trasfondo medieval acerca de la tarea de educar en tiempos modernos, que habla de la infinita singularidad de cada ser humano, del valor de esa individualidad, y de cómo uno construye esas cualidades a través de la relación con los seres amados, y no ocultándolas para protegerse. ¿Una fábula moralista? Está a punto de serlo, pero no con los malos hábitos del debate rancio o de la ética bienintencionada.

Cuando Brave expone, por fin, sus verdaderas intenciones, comienza la auténtica película y se desmarca del producto de animación tradicional, no utiliza su discurso de evidente moralidad con motivos vanidosos ni tampoco de una manera ingenua. Deja que ocurra y durante un instante evade todo atisbo de esperanza. Lo importante, por una vez, no es cómo solucionar el entuerto para llegar al previsible final feliz. Lo importante es lo que ha ocurrido, el hecho de que ocurra, que pone en perspectiva la vida de todas las personas envueltas. Personas, pues el nivel técnico de la película de Pixar ayuda a respirar esa humanidad.

Es llamativa la presencia, nuevamente, del compositor Patrick Doyle en una película de eminente acción. Lejos quedan sus mejores partituras ensoñadoras para los filmes de Kenneth Branagh. Doyle no ha perdido su exquisita mano como maestro de la orquestación para componer un score solvente y poderoso, pero exento de cualquier atisbo de discurso musical. Desde que se abandonó a este género su música ha dejado de ser comunicante para asociarse con la banda sonora contemporánea, que es gran acompañante de imágenes y de climas emocionales pero contiene en su interior una preocupante vacuidad.  

Estamos muy lejos de acercarnos a la auténtica Brave si la valoramos en base a lo que ya ha hecho Pixar desde sus comienzos a la llegada de este proyecto. ¿Esperamos cosas nuevas pero condenamos a Pixar si no hace siempre la misma película? En algún punto del camino, el espectador medio acabó convencido, erróneamente, de que era lícito desterrar al niño del entretenimiento de animación y que no había nada de malo no en alimentar a nuestro niño interior, sino en contribuir a la infantilización con la que nos castiga la sociedad del presente también a través del cine. Que la animación fuera para el adulto y que el niño entendiese únicamente lo que pudiera. Brave destierra al adulto, le devuelve su reflejo en forma de bestia del bosque, torpe e incapaz de mirar más allá de sí mismo, y recupera la antigua leyenda de cómo el niño puede participar de un relato pleno de madurez. El error no es de la película, sino de los ojos que la miran.