El cine de Carlos Vermut parece convivir, bajo su superficie, con una bomba de relojería. Por la posición de los encuadres, por la dilatación deliberada de cada secuencia… Podría dar la impresión de que todo va a estallar por los aires en cualquier momento, que la tensión construida a partir del diálogo va a desembocar en una explosión en la que lo mágico y lo inverosímil no están del todo excluidos.
Quizá esa sea una de las grandes virtudes del realizador: esa capacidad para sugerir tanto a partir de tan pocos recursos. Porque la promesa de la explosión nunca llega, pero es posible sentirla. Y porque no sabemos nada de sus protagonistas con certeza, pero se nos ha sugerido tanto, se han apuntado tantas cosas, que creemos conocerles y queremos conocer más. Tanto, que creemos entender los motivos por los que se arrojan al vacío aunque estén llenos de miedo.
El enrevesado relato propio del cine negro planteado por Vermut parte de un hombre dispuesto a hacer cualquier cosa por su hija enferma para terminar involucrando a tres grandes personajes a los que han afectado, de manera fortuita, las acciones del primero. Tal vez lo más sugerente de la película (y lo más indescifrable, lo impenetrable) sea ese delicado, ese sutil equilibrio sobre el que oscila permanente, entre el abismo de lo ridículo y sobrecogedores atisbos de lo sublime, como si la elegancia y la maestría narrativas pudiesen convivir sin pudor alguno con el esperpento. En esa dualidad imposible descansa Magical Girl, entre lo uno y lo otro, entre lo que se muestra y esconde, lo que se sugiere y se oculta, y de ahí el imponente desconcierto que genera.
Hablar del film, por tanto, resulta tan complicado como tratar de reconstruirlo. En el gesto del padre que, destrozado por la leucemia que padece su hija, se desvive por conseguir para ella un regalo desmesurado, de ilusión cegadora para ella, debe encontrarse también los mismos motivos por los que se mueven los otros protagonistas. Bárbara, encarnada en una elegante y magnética Barbara Lennie, se atreve a renunciar a sí misma para ocultarle la cruda realidad a su propio marido. Lo mismo ocurre con Damián, un antiguo profesor de Bárbara que trata de ayudarla quizás para disculparse por la realidad que le empujó a conocer (la película no lo hace nunca de manera explícita, pero propone suficientes pistas para invitar a pensar en un antiguo abuso del profesor hacia la niña).
Tenemos, pues, a tres personas que lo único que intentan es negar la realidad de su alrededor para sus seres más queridos, en un acto desesperado por protegerlos del mal. Algo así como lo que hace Carlos Vermut con su propia película justamente para lograr lo contrario: al negar la realidad, o toda necesidad de imponer el acto racional como motor del relato, el cineasta logra arrojar luz sobre las motivaciones que llevan al hombre hacia el acto inverosímil y también al complejo proceso interior que empuja a pensar en una completa ausencia de alternativas. En ese proceso es inevitable que terminen por transmitir su dolor a los demás. Traspasarlo, si se quiere (como ese vómito con el que Bárbara sorprende a Luis, una cruda metáfora). Los personajes de Vermut están condenados desde el principio a la fatalidad y en cierto sentido lo saben, de ahí que pueda surgir de ellos un inequívoco aliento heroico con el que desafiar al mundo. Fatalidad y heroismo, de nuevo la dualidad improbable que vertebra todo el cine del autor.
En Magical Girl la cámara se detiene sobre los personajes como si tratase de entenderlos. Curiosamente, son las potentes elipsis ideadas por el realizador las que nos permiten soñar con un cierto entendimiento, con una cierta esperanza de recomponer el puzzle (aunque siempre falte una pieza en lo concreto, como en el puzzle que intenta resolver Damián), algo así como la pieza de lo racional, el elemento confortable que esperamos y que se nos escamotea continuamente. Quizás de ahí surja la sensación de la bomba de relojería que ejecuta una cuenta atrás en silencio: porque tememos, cada vez más, que esa pieza se haya perdido definitivamente y que ese pequeño resquicio de comprensión no vaya a llegar nunca. El valor con el que Carlos Vermut afronta su película es el mismo con el que nos impulsa a nosotros a vivir también ese salto al vacío, esa valiente, extravagante y sugerente caída al abismo.