Los Miserables (Tom Hooper, 2012)

El musical es el gran género popular por excelencia que, a lo largo de toda su historia, ha tenido la capacidad de emocionar al espectador de manera honda y profunda aún cuando la calidad de lo filmado fuese discutible. La banda sonora es aquí tan protagonista como lo visual con lo que, amparados en la profundidad emocional de una buena canción, la película bien puede abandonarse en términos narrativos y dejar, con cierta desidia, que la música justifique la puesta en escena.

Es frecuente que el espectador permeable a las trampas más primitivas del cine de masas no sólo acepte el juego, sino que además se convenza de que es la música la que ahoga toda posibilidad de puesta en escena y que lo importante es dejarse llevar por las emociones primarias que generan las canciones. Nada más lejos de la realidad, las grandes películas en la historia del género lo demuestran.

Si Los Miserables abusa en exceso de estas favorables condiciones de partida, propiciadas por la conmovedora historia salida de la novela de Victor Hugo y su adaptación a un fastuoso musical gracias al trabajo de Claude-Michel Schönberg, conviene analizar qué es lo que nos emociona realmente de la película. Si su argumento es conmovedor, si su música es emocionante, pero la adaptación a obra cinematográfica resulta discutible, si todo lo que nos resulta atractivo en ella ya existía, ¿ante qué clase de filme nos encontramos? La existencia de Suddenly, un tema compuesto especialmente para la película, parece nacer con la intención de disipar este debate. Tampoco resulta pionero el encontrarnos ante un musical prácticamente sin diálogos. Al comparar esta cinta con Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964) emergen evidencias que no favorecen a Los Miserables.

Conscientes de que un proyecto como este nace con el éxito bajo el brazo, el elenco actoral compuesto por un acertado y cuidadoso casting ofrece notables esfuerzos para dejar constancia en la película de la mejor de sus interpretaciones. Mostrando la gran dirección de actores de la que Tom Hooper ya hacía gala en su anterior y laureada película (El discurso del rey, 2010), el realizador ayuda a que hasta el último de los figurantes exteriorice el torrente de sentimientos de su personaje. Y en ese deseo de primar la calidad del actor por encima de todo lo demás, Hooper toma una arriesgada y sugerente decisión de puesta en escena que plantea interesantes cuestiones.

Para imprimir mayor viveza a la escena, para alcanzar la mayor de las intensidades emocionales, el director decide rodar la mayoría de los números musicales, que no son pocos, a partir de una toma larga que priorice siempre al actor en un primer plano. Así encuentra los mejores momentos de la película (la canción inicial de Fantine, la declaración de amor solitaria de Éponine) y suspende la acción entre las nubes. Momentos de sublime emoción convertidos en una espada de doble filo. La duración de los temas musicales no sólo transforma la película en un objeto de gran tamaño, sino que obliga a la trama a fluir acelerada en los tiempos muertos a través de un excesivo ejercicio de montaje.

De este modo se pasan por alto los excesos de una dirección artística barroca y abrumadora, pero sobre todo ayudan a desdibujar la labor de Hooper tras la cámara, y aquí puede entrar el mayor de los conflictos. La puesta en escena. Si eliminamos la colección de primeros planos a las que se ve reducida la representación de lo musical en Los Miserables, nos quedan algunos planos con grúa, editados digitalmente para alejarse aún más de la escena y poder mostrar una amplia visión de la ciudad desde lo alto. Mención aparte queda el uso innecesario y molesto del gran angular como discutible sello característico. Así pues, ¿Tom Hooper primaba el primer plano constante para la exhibición del actor, o para no verse obligado a mostrar sus incapacidades narrativas?

Es este el peor de sus males. Que los actores canten, pero la cámara no hable. Es posible que aquellos que ignoran la riqueza expresiva del uso del lenguaje cinematográfico en toda su extensión puedan sentirse satisfechos con la propuesta, a partir de un trabajo musical correcto y los excesos interpretativos de unas actuaciones tan recargadas como aquellos decorados que adornan la acción. Sobre todo podrá disfrutar de ella aquel espectador que se sienta especialmente cercano a la sensibilidad de la tradición del género, aquí únicamente conmovido por la existencia de la música y no por una representación visual sutil, que sepa narrar con honestidad sin tener que apoyarse en el hecho de estar traficando con las emociones del espectador. En ese sentido, el respeto que muestra a su público es escaso.

Al aprovecharse perversamente del beneplácito emocional del espectador, una película que pretende ser una oda al bien y a la justicia termina siendo filmada bajo el espíritu de Thenárdier, aquel personaje ladrón e impostor, en lugar de acercarse a la ética de Jean Valjean, el  santo protagonista. Si uno no consigue entrar en el  espectáculo circense resulta muy sencillo adivinar la impostura de todo cuanto  ocurre en la pantalla.  Poco importa que Anne Hathaway, la más beneficiada de los actores, acuda a rescatar la película tan sólo unos minutos, que la actuación de Hugh Jackman brille sólo cuando no comparte plano con nadie, o que Eddie Redmayne crea que debe cantarlo todo bajo la simulación de un continuo vibrato.

La auténtica impostura no está en lo que se canta, sino en lo que se cuenta y, especialmente, en cómo se cuenta. En ese sentido, es posible que la novela de Victor Hugo nunca haya estado tan lejos de sí misma como en esta película de grandes carencias disfrazada de espectáculo exquisito. Por desgracia, el hecho de que absolutamente todo el reparto esté sublime no justifica la existencia del filme, tal y como uno no aceptaría vincular al arte cinematográfico el teatro filmado. Por supuesto, también están las canciones. Pero ellas existen desde hace más de treinta años.