Una vez superado el salto al vacío que ha supuesto el itinerario trazado por la filmografía de Almodóvar en los últimos años, en el que ha buscado un valiente cambio de registro, invitaba la confusión este aparente regreso a la comedia, al género tradicional con el que acometía las primeras etapas de su cine y con el que se hizo mundialmente conocido.
Después del imponente manifiesto artístico que suponía Los abrazos rotos (2009), en el que expresaba su deseo y necesidad de querer hacer cine bajo otros cánones, liberarse de su propio estigma y despojarse de sus etiquetas, y del paso definitivo e inevitable hacia un nuevo Almodóvar que presentaba La piel que habito (2011), más cercana a Hitchock o a Franju que al propio autor manchego, Los amantes pasajeros supone una manera de dialogar con el Almodóvar del pasado, utilizar las herramientas con las que edificó su primer cine y ver que éstas han perdido ya toda su vigencia. Es el testimonio absoluto de cómo la posibilidad de regresar al anterior Almodóvar es, hoy, una cuestión inalcanzable.
Bajo esa perspectiva, Los amantes pasajeros es una comedia que no podría estar más alejada de su género. No se trata de una comedia que esconda un drama, como se suele decir de las buenas películas que utilizan el humor como medio expresivo. Se trata, en realidad, de una película triste, desasosegante, que utiliza la risa como medio de escape y no como simple vehículo narrativo. Es una película desesperada. “Estamos todos cagados, y lo disimulamos como podemos”, dice uno de sus personajes ante la situación límite en la que se sienten atrapados.
Quien quiera que piense que Almodóvar ha tejido una comedia ligera, se ha acercado a Los amantes pasajeros de una manera equivocada. Hace tiempo que el realizador desterró lo ligero de su cine, por mucho que lo vulgar aún siga conviviendo con el relato como manera de convertir lo absurdo en algo cotidiano. No se sirve de lo vulgar para provocar la risa, sino para generar la ilusión de lo cotidiano, de la discusión natural. Y no se excede en su colorido visual como mera impostura estética, sino por subrayar la poca importancia de lo material ante la idea de perder la vida. Sería ridículo descartar la película sólo porque se aleja del todo de nuestro concepto de lo auténticamente heroico.
La película comienza con un rótulo revelador: todo lo que está a punto de ocurrir es completamente ficticio. Un rótulo que va a contracorriente de la moda actual en la que parece que la expresión “hechos reales” convierta a las películas en algo mucho más valioso. Lo interesante es descubrir que, ante el paisaje de crisis que dibuja el país español, la realidad resulte tan abrumadora que Almodóvar necesite huir de ella por completo. Por una vez, el presente es tan aterrador que ni siquiera la más terrible y escabrosa historia podría superarla. Por eso Los amantes pasajeros sobrevuela la realidad sin atreverse a aterrizar en ella, posponiendo lo inevitable.
Un tren de aterrizaje no funciona y la sensación de una muerte inminente empuja a los personajes a abandonarse a sus impulsos. El espacio cerrado y la catarsis que experimenta cada uno de ellos remite al Buñuel de El ángel exterminador (1962), aunque José Luis Alcaine continúe recogiendo la viveza de colores que siempre han invadido los lienzos pintados por el director. Pero a diferencia de aquel filme del autor de Viridiana, Los amantes pasajeros es la película de un guionista, en la que su autor no puede evitar la tentación de regalarles una historia privada a cada uno de sus personajes y con ella tejer una peligrosa espiral que desemboca en un, sólo en apariencia, caprichoso nudo de la trama que tiene lugar en tierra firme.
En ese sentido el guión juega un papel protagonista. Almodóvar realiza, como de costumbre, un refinado ejercicio literario que puede verse tapado por esa surreal y colorista puesta en escena. De nuevo, el falso concepto de lo vulgar como constructor de simples apariencias. Hay que detenerse, sin embargo, en la banda sonora de Alberto Iglesias para entender el verdadero tono de la película. Ritmos quebrados y armonías desoladoras, más próximas a El topo (Tomas Alfredson, 2011) que a cualquier otra banda sonora compuesta para el propio Almodóvar.
Por esa grieta de lo musical puede hallarse, por fin, el camino al auténtico drama de una película en la que sus personajes no temen ponerse al límite porque sienten que ya han perdido la batalla contra la vida. La música subraya esa sensación de última vez, de últimas palabras, por pequeño que sea el gesto o “vulgar” que sea la frase. Por eso es tan importante aquel momento en tierra firme, en el que todas las historias son aún posibles. Un tesoro al que los pasajeros del avión quizás ya nunca puedan tener acceso.
Almodóvar incurre en ciertas decisiones fáciles que lastran lo propuesto. En especial ese telefonillo, con el que los pasajeros pueden hacer llamadas al exterior pero su interlocutor suena a través de los altavoces del pasillo, o ciertos diálogos con doble sentido que se ven venir a lo lejos. A partir de esos previsibles diálogos, el realizador comprueba que ya no tienen ninguna vigencia los procedimientos del antiguo Almodóvar.
Morir en el aterrizaje no resulta tan doloroso como la idea de sobrevivir y tener que enfrentarse, entonces, a la cruda realidad que dibuja nuestro presente. Por eso Los amantes pasajeros es una película importante, porque sabe relatar la incertidumbre y el miedo que siente el ser humano a través de la huida de sí mismos. Quien piense que se trata de una comedia alejada del momento actual también está perdido. “Me estoy desangrando”, dice un trabajador a pie de pista en su twitter mientras las gotas de sangre inundan la pantalla de su teléfono. Es el perfecto retrato de un país, más preocupado en relatar lo que le ocurre que en solucionar lo que le ocurre. En ese sentido Almodóvar sigue siendo, aunque sea a través de un relato que transcurre sobre las nubes, el cineasta que mejor se ha acercado a nuestra manera de entender un día viviendo en tierra firme.