Los Abrazos Rotos (Pedro Almodóvar, 2009)

Abrazos1

Los Abrazos Rotos es, como su título sugiere, una película partida en dos. Su sólida estructura se encuentra dividida en dos líneas temporales que avanzan paralelas, pero no es la historia lo único que queda plasmado de esa manera. Esa dualidad empieza inserta en ese soberbio guión, escrito con absoluta maestría e inspiración sublime, y termina por impregnarlo todo desde la dirección a los símbolos y a su representación.

No se trata de la película menos ‘Almodovariana’ de toda la filmografía del autor. Esa obra es y seguirá siendo la culminación del despojo de su mundo natural, de su fauna acostumbrada de personajes esperpénticos y colorido desmedido: el encuentro consigo mismo en Hable con ella. Desde entonces, su estilo característico viene más medido por los elementos de promoción del filme que de las propias obras en sí.

A partir de esa culminación en la búsqueda de un lenguaje propio, de la absoluta madurez creativa, Almodóvar se ha venido planteando cuestiones fundamentales en sus nuevos filmes que convierten cada uno de ellos en verdaderos acontecimientos. La mala educación sirvió tanto para conversar y experimentar con la estructura formal, mucho más que en ninguna otra película, y para despojarse de algunos de sus fantasmas. Con Volver esta vez los fantasmas son convocados, en un ejercicio sobre la pérdida que le ayuda a sobrellevar el fallecimiento de su madre y que le lleva a realizar un precioso y personalísimo ensayo sobre la muerte.

En Los Abrazos Rotos sigue esa continuidad en sus reflexiones, en su búsqueda madura y estimulante de los temas que más le apasionan. Especialmente, su principal lectura en este último filme es su relación con el propio cine, su necesidad personal de ‘escapar’ de sí mismo. De escapar, al menos, de la imagen que ha creado de sí a través de sus películas y que los espectadores esperan de él con cada nueva película.

La dualidad fragmentada de la que hace eco la estructura también penetra en los personajes. Mateo Blanco (Lluis Homar, posiblemente en el papel más completo y mejor interpretado de su carrera) es un director de cine obsesionado con rodar una película inspirado por una mujer a la que admira y ama.

Un alter ego evidente de Almodóvar que nunca esconde sus similitudes, sino que potencia su imagen hasta el punto de convertirlo en vehículo conductor de todos los miedos del director hacia sí mismo: la imposibilidad latente de no poder acabar una película, la pérdida de los seres queridos, la duda hacia la propia manera de hacer cine, los recuerdos que se pierden y borran en el tiempo…

Cuando su historia de amor termina, Mateo Blanco siente que ha muerto, y que a partir de esa experiencia nace otra persona diferente. Desde entonces se hace llamar Harry Caine (‘hurricaine’, uno de los chistes recurrentes del Almodóvar en el plano literario siempre ha sido que los nombres de los personajes sugieran nuevos significados). En su tormenta interior no sólo hay una ceguera crónica que le impide continuar viendo el mundo con sus ojos y deba aprender a verlo a través de otros, sino que sus propios recuerdos y su vida pasada se van desvaneciendo en el tiempo hasta desaparecer por completo.

Abrazos2

Almodóvar, en esa reflexión sobre sí mismo y sobre su cine, también se permite desdoblarse artísticamente: Los Abrazos Rotos es el Almodóvar que es hoy, el que quiere ser, mientras que ‘Chicas y Maletas’, la película dentro de la película (la que rueda Mateo Blanco) es un reflejo de la obra pasada del director. Un reflejo de Mujeres al borde de un ataque de nervios que ya no existe, cuyo envoltorio argumental y estético es ya un mero recuerdo y del que Almodóvar desea huir para volver a encontrarse. (Lastimosamente, el grueso de los espectadores de Los Abrazos Rotos celebran las escenas de ‘Chicas y maletas’ como los mejores momentos del filme mayor. Está el espectador tan ciego como lo está Harry Caine?).

No se trata de huir de la comedia. De hecho son ya varias las manifestaciones del deseo de regresar a la comedia como género, pero posiblemente vuelva a ella de manera muy diferente. Esa confrontación consigo mismo, esa angustia entre lo que desea ser, lo que ya no desea ser, y lo que se espera de él que sea, no sólo despierta un absoluto sentimiento de empatía hacia el autor, sino incluso compasión, por apreciar lo castrante que resulta en el plano artístico la carga de su imagen pública.

Lena (Penélope Cruz) es el personaje que genera el relato, el centro de todas las pasiones. Su relación con Mateo Blanco proyecta la acción y es la persona en la que confluyen el resto de historias, y no en Mateo. Todos los caminos acaban en Lena, como musa, como amante, como inspiradora de arte y de vida, de las pasiones más profundas.

Los personajes que aman a Lena también quedan partidos en dos, pierden parte de sí mismos al entregárselo a ella, y a través de ese proceso se encuentran los símbolos más hermosos de la película: Mientras que Mateo Blanco es incapaz de ver y necesita que otros le describan el mundo, Ernesto Martel (José Luis Gómez) espía a Lena a través de una cámara que no es capaz de registrar sonido, es incapaz de oír y necesita que otros describan lo que se dice.

Lena queda también partida en dos cuando Ernesto Martel la persigue en su constante obsesión por ella. Esa dualidad queda patente incluso físicamente, cuando se dobla a sí misma al descubrir las grabaciones que le hace Ernesto. Él queda entonces entre ambas Lenas, entre la que filma y de la que está enamorado, y la que ya no le ama a él y traduce con palabras lo que es capaz de ver pero no de escuchar. Y él queda partido en dos, en tanto que desea bucear en las imágenes de su amada, pero es su hijo quien las filma.

Durante su historia de amor en una Lanzarote que sirve como estéril vía de escape del mundo pero también como punto inflexión, de colisión inevitable de los mundos temporales del filme, Mateo Blanco y Lena ven Te querré siempre, de Roberto Rosellini, mientras ella llora emocionada por la película. Es revelador que la cámara muestre imágenes que escapan del televisor para que la obra de Rosellini quede en primer término, por sus hallazgos formales y por la manera con que trata las relaciones humanas, y aparezca entonces como auténtica articuladora del relato.

Aparece justo, y no al azar, una escena en la que la pareja protagonista halla el yacimiento de los cuerpos de dos amantes petrificados, solidificados por la lava de un volcán. Es entonces cuando Mateo realiza una foto de ambos, para petrificar ese momento único de felicidad absoluta, a la vez que Te querré siempre retrataba en esa escena la consumación física del amor imperecedero. (Las diferentes formas de arte quedan siempre evocadas y puestas de relieve como importante medio de expresión de las emociones. Hay también una escena de Mateo y el niño en la orilla de la playa que recuerda al Rey Lear de Shakespeare. Teatro, fotografía, cine, video digital, música, todas están presentes)

Abrazos3
La similitud va más allá, y es que Mateo retrata en los paisajes de Lanzarote a una pareja que se abraza, sin saberlo. Al revelar la foto y observarla con detenimiento se pregunta quiénes eran esas personas, y cómo no fue capaz de verlas (se trata en realidad de una anécdota real que impulsa a Almodóvar a escribir esta historia). Mateo no sabe que ha fotografiado un momento de su propia vida, el momento más feliz, reflejado a través de esa pareja anónima, cuyo amor permanecerá imperecedero para siempre gracias de nuevo a la fotografía.

Ese es el mundo del que habla la película en su lectura más evidente, la del amor que intenta consumarse hasta el infinito, traspasando fronteras y las líneas en el tiempo, a través de las fisuras que produce el que los recuerdos hayan quedado aparentemente perdidos porque todas las fotografías de esa época están ahora partidas en dos (de ahí surgen todos los abrazos rotos).

La lectura más profunda sin embargo habla de esa reflexión sobre el cine que empieza en Te querré siempre y termina en el propio Almodóvar. Harry Caine, en un intento de ‘ver’ de nuevo a Lena, toca en la pantalla de la televisión el rostro de ella, en una de las imágenes que filmó Ernesto Martel. Es la magia del cine, que quiere hacer tangible lo intangible, que quiere hacer palpable el deseo, el amor, los rostros y los cuerpos que permanecen inalterables a través del tiempo, que se muestra como la única manera de conseguir esa absurda idea humana de convertir el amor en algo imperecedero. La imagen de la pantalla está tan pixelada que apenas se distingue el rostro de Lena.

Posiblemente él la imagine con nitidez en su memoria. La textura de la imagen, difusa y generadora de colores arbitrarios, otorga una cualidad mágica al momento, uno de los mejores momentos de la película tanto como de la filmografía de su director.

Sobra hablar aquí de las interpretaciones. Sobra hablar de ellas porque Almodóvar siempre ha sido, por encima de todas sus soberbias cualidades, un fantástico director de actores, que extrae nuevamente lo mejor de cada uno de los integrantes de un generoso y acertado reparto. No sólo Penélope Cruz en su candidez y los dos hombres ya citados, sino el resto del mundo de esos personajes, retratado con realismo y profundidad (siempre presente ese chirriante aspecto amateur de los extras que tanto adora Almodóvar).

Blanca Portillo se erige entonces como cuarto catalizador de la historia. Una Blanca Portillo partida en dos, incapaz de sacrificar el silencio al que somete su pasado en favor del amor que le profesa a Mateo. Un amor partido en dos: el amor a Mateo de una intensidad similar en tanto que al amor a su propio hijo.

Sobra también hablar de Alberto Iglesias en sus nuevos aciertos como pintor de mundos sonoros, creador de atmósferas tan acertadas como de asombrosa genialidad en su escritura, tanto como hablar de su perfecto montaje, de su perfección técnica abrumadora.

Es importante sin embargo señalar quién opera tras la cámara, quién es el pintor de ese mundo estilizado y perfecto visualmente. Rodrigo Prieto, habitual colaborador en la fotografía de Ang Lee o de Alejandro González-Iñárritu, ilumina de manera magistral el paso al digital del director, firma uno de los mejores trabajos de fotografía de los últimos tiempos, y es testigo de excepción de la primera escena que pertenece completamente al nuevo Almodóvar, una escena oscura, sin las señas estéticas que le han caracterizado, con la única seña de la confesión como aspecto recurrente de su cine: aquella en la que Blanca Portillo interpreta un monólogo de dos páginas en la oscuridad de un bar y tanto su hijo como Mateo descubren la verdad que les ha sido negada durante años. Una verdad, si se quiere, partida en dos.

Abrazos4
Los Abrazos Rotos es sin duda una obra mayor, una película importante. Almodóvar vuelve a crear un filme que en realidad es un acontecimiento. No solamente por su estado de gracia en la escritura y en la dirección, no sólo por ser capaz de volver a plantearse cuestiones profundas y de reflexionar sobre ellas a través de sus imágenes, no sólo por haber sabido filmar una historia de amor pasional buscando unas nuevas señas de identidad que le permitan seguir avanzando como autor. Es, sobre todo, porque se trata de una película viva, capaz de establecer un diálogo continuo con el espectador al sugerirle lecturas diferentes y llenas de riqueza, ya sea a través de Rosellini, de Shakespeare, del nuevo Almodóvar o, al menos en última instancia, del antiguo.