Aún en un año plagado de trabajo y ausente de este espacio, que debe hacerse presente con fuerza renovada en este 2019 que comienza, se hace necesario acudir a la memoria, rescatar del olvido, trazar caminos, proponer sugerencias en torno a lo mejor que ha dejado este 2018, un año especialmente fructífero en cuando a propuestas cinematográficas y del que aquí se rescatan algunos títulos destacados:
#20 – Yara (Abbas Fahdel) – Una joven vive en la ladera de una montaña y un día se encuentra a un joven que recorre la montaña. Y ese es todo el argumento de Yara, no hace falta más. Una película que, en su sencillez, en la pureza de sus formas, en su ausencia de toda ambición encuentra una suerte de verdad, una belleza que nace de su búsqueda por lo esencial. El autor de Iraq Year Zero ha entregado una de esas películas que recuerdan que a este arte centenario aún queda todo por hacer.
#19 – Oscuro y lucientes (Samuel Alarcón) – ¿Es posible todavía un cine que, sin renunciar a una vocación popular, pueda mantener viva su inteligencia? ¿Es posible aún divulgar sin imponer, defender la sutileza como arma, perseguir la claridad expositiva sin huir de la complejidad de las cosas? Oscuro y lucientes se disfraza de thriller detectivesco para narrar la desaparición del cráneo de Goya, pero el barniz del género es sólo la superficie de la película, un juego para facilitar las cosas. Mientras una voz en off narra los hechos, la cámara filma los mismos lugares donde ocurrieron pero en nuestro presente, tratando de buscar rimas y resonancias. Una película que, sin abandonar nunca su vocación divulgativa, atesora dentro de sí muchas pequeñas conquistas.
#18 – Las herederas – (Marcelo Martinessi) – Después de toda una vida disfrutando de la fortuna heredada, el dinero se ha acabado. Es el momento de salir afuera, de buscar la vida, de enfrentarse a ella, de descubrirse también a uno mismo. La película paraguaya de Martinessi es uno de esos filmes capaces de mostrar la desesperación de alguien en silencio, de capturar lo invisible con envidiable sutileza. Su puesta en escena, pensada hasta el milímetro, virtuosa en su manera de acercarse a dos mujeres en el punto de inflexión de sus vidas, está sin embargo plagada de libertad, de la sensación de que todo respira, en parte gracias a su gran actriz principal. Una película a la que volver.
#17 – Support the Girls (Andrew Bujalski) – El fluir de la vida misma en un restaurante deportivo americano tiene un cuidado especial en las manos de Bujalski: la película no ha sido rodada en una sola toma, pero está tan bien llevada, con tal fluidez, con tanta frescura, que parece que todo ocurra en tiempo real, que la vida se despliegue ante nuestros ojos. Regina Hall domina la pantalla como la encargada del local en un día especialmente complicado. Support the Girls no tarda en mostrar sus ambiciones como examen de una sociedad fragmentada, reivindicación de la figura femenina y ejercicio naturalista. La vida en un fogonazo, en un grito.
#16 – Southern Belle (Nicolas Peduzzi) – Todo empieza como si se tratase de un reality sobre la vida anodina y esperpéntica de una joven que ha heredado una fortuna multimillonaria. La película se sirve de esa estética tan propia del show televisivo para romper aquellas dinámicas, algo así como un caballo de Troya que dinamita nuestras convenciones estéticas desde dentro. En un salto imperceptible, el filme se ha convertido en un espectáculo estético que magnifica la figura de su protagonista, siempre a caballo entre la realidad y la ficción, entre documento y artificio, entre el cine y otra cosa… una que sólo se puede cantar.
#15 – Also Known as Jihadi (Eric Baudelaire) – Una película que relata el viaje de un joven de Francia a Siria, y la vuelta tras ser acusado de pertenecer al Daesh. No hay imágenes de esos momentos, no hay rastro de aquello más que las ajadas sentencias del informe judicial, de modo que el filme se dedica a observar el documento, a filmarlo, mientras regresa a los lugares donde ocurrió tratando de que el lugar aún contenga algo de aquello. De ahí su valentía, su rigor, su providencial radicalidad. Y de ahí también su importancia como objeto cinematográfico: en cierto modo, la película de Baudelaire es una forma de decir que el cine ha fracasado, que no estuvo donde tenía que estar, que el registro del mundo se nos ha escapado de los dedos. Es, de alguna manera, la última pelicula de una cierta historia del cine y lo que ahora se escribe es definitivamente otra cosa.
#14 – Mirai (Mamoru Hosoda) – La llegada de un nuevo miembro a la familia siempre lo pone todo del revés. Incluso el propio relato. Kun ha sido el rey de la casa hasta que nace Mirai, su hermana pequeña. El mundo se da la vuelta y Kun ya no parece el más amado, el más atendido, el más escuchado. La vida le da la espalda. A base de pequeños capítulos, por episodios, como en un cuento infantil (la única forma narrativa que podría entender el niño), la imaginación de Kun va convocando a diversos invitados que ponen su crisis en cuestión: el mismísimo perro de la familia contando su experiencia, o su propia hermana del futuro, ya adolescente, que le recuerda el valor de lo que va a vivir en esos años. Una estructura episódica que se manifiesta hasta en la forma de la casa en la que vive la familia. Todo narrado con el virtuosismo estético y el amor por el detalle del que quizás sea el mejor animador del presente.
#13 – Srbenka (Nebojsa Slijepcevic) – En 1991, durante el conflicto yugoslavo, una adolescente fue linchada en Zagreb. Una víctima inocente de la guerra. Una generación más tarde se adapta al teatro la historia de Aleksandra Zec, aquella joven que ya nunca podrá caer en el olvido. La protagonista de la obra se llama Nina, una adolescente serbia. Con una pasión asombrosa por el detalle y con una sublime preocupación por expresar la complejidad de las cosas a través de la composición del plano, Srbenka sobrepasa las conquistas del documental tradicional: al mismo tiempo que refleja la importancia del arte como terapia, es capaz de mostrar a los seres humanos desnudos, en continuo conflicto con sus fantasmas internos.
#12 – Viaje al cuarto de una madre (Celia Rico) – Una película muy pequeña, de argumento mínimo, empeñada en poner de relieve el valor inmenso de los gestos de preocupación de una madre hacia una hija, que para la una son naturales y para la otra son el mayor de sus agobios. La ternura de la película no es gratuita: nace de la decisión de apartar todo lo que no es esencial, de abrazar la sencillez, casi el minimalismo, para que el gesto cotidiano de afecto pueda ser protagonista sin la necesidad de sublimarlo. Quitar hasta encontrar la auténtica película, algo así como volver a Ozu por la vía de la renuncia. El resultado no podría estar más cerca de la vida misma.
#11 – Mudar la piel (Anna Schulz, Cristóbal Fernández) – Un documental que explora la amistad de Juan Gutiérrez, mediador entre ETA y el gobierno de España, con Roberto, un espía de los servicios secretos. La película empieza como sencillo ejercicio de memoria, filmando a Juan mientras trata de recordar aquellos años. Pero en un momento del relato, ocurre algo que pone en peligro la existencia del propio documental. ¿Cómo continuar hacia delante a partir de entonces? Desde ese momento decisivo, Mudar la piel se convierte en una película que se interroga sobre los límites de la representación y sobre las implicaciones éticas de esos límites. Una pieza llena de valentía.
#10 – Rojo (Benjamin Naishtat) – Un thriller que, aunque situado en la época de la dictadura chilena, trata de hablar en realidad de los problemas que han conducido al país al momento presente. Y Naishtat, maestro absoluto del dominio de las formas, utiliza los mismos recursos narrativos que los usados en la época a la que intenta representar, como los zooms desmedidos o la forma en que las canciones se adueñan de determinados momentos. Hablar de una época con las formas visuales de esa época, una decisión que aleja a la película del tópico y la convierte en una sutil, elegante, inteligente manera de hablar de política a través del puro cine de género.
#9 – Trote (Xacio Baño) – Con el relato de una mujer atrapada en una rutina de la que desearía escapar, Xacio Baño compone una película de gestos mínimos, contenidos, algo así como el gesto de contener a un caballo desbocado, el de la narrativa convencional, que intenta engullirlo todo desde el comienzo. La película parece nacer de la interrogación del cineasta sobre cómo jugar a ese juego, el del coqueteo con la narración clásica, sin perderse a sí mismo por el camino. Como también ocurre con otra gran película de este año, Nuestro tiempo (Carlos Reygadas), ese modelo clásico desemboca en lo abstracto cuando los animales se apoderan de la escena. Una película más preocupada por todo aquello de lo que prescindir que del relato propiamente dicho, como si de alguna manera contemplar el filme fuese contemplar el proceso de renuncia y aprendizaje de quien está tras la cámara.
#8 – El libro de imágenes (Jean-Luc Godard) – Es difícil hablar de una película que habla sobre todas las películas, que lanza una visión del mundo atravesando la historia del cine y que se posiciona desde lo político a partir de libres asociaciones de imágenes. Tan difícil que Cannes tuvo que inventarse un premio para ella, para reconocer que esta película se mueve en otra dimensión de conocimiento y que juega con un lenguaje tan fascinante como inasumible. La tentación es calificarla de monumental y abandonarse a decir que es críptica y maravillosa… Los primeros quince minutos reescriben con lucidez la famosa serie documental del autor, las historie(s) du cinema, luego enarbola toda una serie de rimas que buscan expresar ideas por medio de la superposición de imágenes, y finalmente enfrenta el conflicto árabe a partir de todo lo que el cine le permite. El resultado es tan abrumador, y tan inspirador, que cualquier posible acercamiento sería para dar vueltas sobre su superficie.
#7 – High Life (Claire Denis) – La película de ciencia-ficcion de la cineasta del rostro por excelencia persigue dos sueños inalcanzables: por un lado, huir del imaginario popular sobre cómo debe verse un filme ambientado en el futuro y qué debe ocurrir en él. Por el otro, construir una sinfonía sobre el cuerpo que acabe alejándose de lo concreto para acabar filmando formas y colores, todo ello desde una sensibilidad especial, desde una mirada muy particular. El resultado está lleno de aciertos y de errores, de lucidez y de ingenuidad, de belleza y de tintes oscuros. Relato sobre la fragilidad del alma humana (y del cuerpo), acercarse al viaje que propone Claire Denis supone toda una experiencia estética, tan extraña como inspiradora.
#6 – The Green Fog (Guy Maddin) – El encargo de realizar una película en torno al filme ‘Vértigo’, de Alfred Hitchcock, utilizando solamente material de películas rodadas en San Francisco, como lo fuera aquella, parece una empresa absurda e inútil. Pero en manos de Guy Maddin y sus colaboradores la idea de transforma en un universo inspirador, lleno de resonancias en torno a la propia película del maestro y a la historia del cine en general. Con momentos absolutamente sublimes, rimas enriquecedoras y una gran carga humorística, ‘The Green Fog’ es una pieza original e inclasificable, pero también fascinante.
#5 – Leto (Kirill Serebrennikov) – Manual sobre cómo alejarse de los (terribles) lugares comunes del biopic, uno de los grandes realizadores rusos del presente, Serebrennikov, se sirve de la historia de los pioneros del rock ruso para hablar de muchas cosas de manera silenciosa, simplemente con la sutileza de la puesta en escena: tratado de la fidelidad, de la admiración, de las complejas relaciones humanas y también del paso del tiempo en el cine a través de un uso sobrecogedor del plano-secuencia. El director coloca sobre los personajes un rótulo con los años de nacimiento y fallecimiento en la secuencia final, sin mayores explicaciones, porque el objetivo no es ofrecer un retrato edulcorado de estos personajes históricos, sino de encontrar qué aprendizaje para nosotros se esconde en todo aquello que vivieron.
#4 – A estación violenta (Anxos Fazáns) – Hay una secuencia en esta película que puede resumir toda una época del país: un solo plano en el que los tres protagonistas, amigos en la treintena que han regresado a su lugar de origen, miran al horizonte sin tener nada que decirse. Quizás porque ya no queda nada que decirse, o porque en un país sin industria ni siquiera es posible acudir a la ficción para poder decir nada. De algún modo, La estación violenta habla de un estado de ánimo que no es el de esos jóvenes desilusionados, sino el del propio cine en un contexto deprimido. No parece haber puesta en escena, ¿cómo podría haberla? Todo parece deslavazado, disperso, inerte, desesperanzado, los personajes permanecen desnudos como ingenuo símbolo de su vacío, como marca de esa ausencia de futuro. El sonido ambiente desaparece y una canción les lleva a otra, como si fuesen espectros que escuchan los sonidos del mundo pero que ya no participan de él. De alguna manera, sin hablar de ello, La estación violenta es la película que mejor denuncia un estado de las cosas.
#3 – Nosotros y la música (Carlos Rivero) – Quien suscribe incluye aquí esta película no sin bastante pudor y con el temor de desacreditarse, si es que alguna vez hubo algún crédito. Y no está presente porque mi propio nombre aparezca en sus imágenes, sino por lo que había ya antes de que está película tuviese música alguna, por el trabajo lleno de libertad y pureza de Carlos Rivero, por su entrega y generosidad, por la capacidad de hacer una película muda únicamente a través de sus recuerdos, a través de imágenes antiguas, filmadas con las manos inocentes de un Carlos mucho más joven, inconsciente de que todo aquello sería una futura película. Aquel filme mudo ya era perfecto, ya bastaba por sí mismo. Por eso, al tratar de ponerle música, lo tomé como una manera de dialogar con el filme desde fuera, de comentarlo, de relacionarme con él como elemento externo, siempre con el pensamiento de que en el fondo seguía siendo una película muda, y que siempre lo sería. Contiene algunas de las imágenes más emocionantes de este año y, quizás sólo por eso, merecía aquí un texto en primera persona.
#2 – Drift (Helena Wittmann) – Dos amigas comparten un viaje al mar. Esa es toda la sinopsis de la película de Helena Wittmann, que a partir de su centro se pierde en las aguas hasta formar una composición abstracta, casi como si la cámara quisiera adentrarse en la experiencia profunda del viaje para tratar de explicarla. A partir de entonces todo es agua, el rumor del oleaje, un leve sonido extradiegético… La aventura se disipa en favor de una experiencia hipnótica, quizás una aventura más atrevida que la primera. El larguísimo plano final con el que la realizadora cierra el filme, con las dos mujeres ya de vuelta en sus respectivos hogares, es uno de los más intensos, decididos y hermosos del año: ellas hablan por videollamada, pero la cámara sólo busca una foto del mar, en el fondo del plano. Su obsesión por introducirse de nuevo en el agua una vez más viene a explicar, en una sola imagen, la imposibilidad de volver atrás.
#1 – El hilo invisible (Paul Thomas Anderson) – Las almas gemelas no existen y el amor ideal es sólo una ilusión. Lo que existe es el compromiso, el deseo mutuo, las ganas de acompañarse, el ejercicio de comprenderse y la oportunidad de descubrirse a través del otro. ¿Cómo expresar algo tan complejo, tan delicado, a través de la pura imagen, sin que nadie hable siquiera de ello? Anderson empieza el filme luciendo su habilidad como guionista: qué forma tan metódica de presentar a sus personajes, tan llena de fuerza. Luego presenta la propia época y sus lugares comunes de forma canónica, todo parece estar en su sitio, incluso la amable música de Jonny Greenwood. Pero en algún punto del camino todo cambia, la decepción llega, el amor se transforma. Quizás sea cuando ella descubre que la cita ideal, para él, tiene poco que ver con lo que ella soñaba. O tal vez sea cuando él descubre la forma en que ella ama, tan retorcida como apasionada. Todo a través de las miradas y del poder de las formas que ofrece el cine. Tiene todo el sentido del mundo comenzar con esas formas clásicas, esas que nos educaron en que existían los idealismos imposibles. Retorcerlas no es otra cosa que expresar el dolor en forma de imagen, pero no hacia la desgracia eterna, sino hacia un nuevo camino, una nueva forma de entender el mundo y seguir avanzando. Una de esas películas ante las que fascinarse.