Like Crazy (Drake Doremus, 2011)

Cuando una película se acerca con acierto a nuestra idea sobre qué es o cómo debe ser el amor, se nos olvidan los argumentos, las maneras de rodar, las incoherencias o las diatribas técnicas del filme. En otras palabras, aparece algo que conecta con nuestro idealismo al mismo tiempo que desaparece nuestro sentido crítico.

¿Es más valiente, o más valiosa, una película que encuentra un estado emocional concreto y lo trata de mantenerlo hasta el infinito porque quizás no sepa aterrizar en ningún otro lugar? En ese caso la valía del filme merece ser puesta en duda. Lo que ocurre con Like Crazy es, sin embargo, ligeramente diferente. No es tanto la recreación exacta de un estado emocional como la representación, fragmentada y esquiva, de una época vital de muy difícil retrato.

Like Crazy versa sobre el encuentro de la pulsión amorosa entre dos jóvenes, en un momento e importancia de tal magnitud que la relación les empuja a experimentar el romance de sus vidas. No es tan importante lo que ocurre como lo que se siente, y en ese sentido el argumento es poco sustancioso. Idas y venidas de una pareja que debe luchar contra la distancia y las barreras legales a pesar de que la sensatez les dicte otras normas muy diferentes.

El filme confía demasiado en que sus gestos románticos, en ocasiones de una madurez cuestionable, generen el tono que salve toda la propuesta en su conjunto. Pero al igual que ocurría con Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010), interesante película sobre el imperceptible cambio desde la pasión irrefrenable hasta la aparente ausencia del sentimiento amoroso, ambas obras terminan acomodándose en un cierto ensimismamiento que es tanto la fuente de sus virtudes como de sus defectos. Ambas películas también comparten el hecho de asentarse sobre la interpretación de la pareja (magnéticos Felicity Jones y Antón Yelchin, dos prometedores intérpretes) como constructor del relato, incluso por encima de su argumento.  

Sugestivo estado de la ensoñación, pero también ausencia de ritmo narrativo. Drake Doremus esconde la evidente falta de ritmo de la cinta con la habilidad de un auténtico mago, centrando el interés en los pequeños gestos y en la impresión de estar asistiendo a una relación amorosa filmada con envidiable realismo como sus mayores armas. De manera imperceptible, de repente el relato le importa mucho menos justo a ese tipo de espectador que siempre ha demandado del cine relatos con una gran carga argumental. ¿No es eso una conquista, o es una sencilla trampa?

Y en ese contexto Like Crazy sí es una película maestra, porque sabe recoger con pura precisión los momentos de silencio y de encuentro propios de la pareja real, del romance auténtico, un lugar en el que el cine se ha adentrado muy pocas veces, y con poco éxito. Las caricias imperceptibles, las miradas, el esfuerzo compartido. Si se toma cierta distancia y se sale de ese ensimismamiento, entonces la película se desvanece ante nuestros ojos, y sólo apreciamos los elementos propios y adocenados del cine que quiere mantener el concepto de independiente más como una pose estética, como una actitud, que como un estilo de producción.

Dustin O’Halloran en la música ya es un síntoma, una consecuencia. Música condescendiente con pocos fines narrativos y con grandes deseos de mantener ocupados a los sentidos con agradables sonoridades. La cámara al hombro, otro tópico innecesario para una película que necesita recordar en todo momento el género independiente al que pertenece para justificar su supervivencia como rara avis. La película pretende ser más valiente cuanto más demuestra alejarse del producto convencional. Pero se aleja no por necesidad, sino por decisión propia, por querer anunciarse como tal, lo que en el fondo revela que se trata de una película de instituto envuelta en un aire más sofisticado.

Es poco relevante el gesto amoroso conmovedor, que un regalo nos parezca ingenioso o que una decisión romántica nos robe el corazón. El regalo ingenioso o la frase bonita construyen postales pero no construyen una película. Lo bonito es la idea, la ocurrencia y no el filme, y al espectador le cuesta cada vez más separar ambos términos a la hora de valorar si una película es o no valiosa y por qué.

Por lo que Like Crazy merece ser recordada es por tomarle el pulso a un sentimiento que se revela como imposible de filmar. Incluso estilizando la narración hasta el infinito, lo que queda son nuestras reacciones al amor, nunca su retrato. Su continuo ensimismamiento lo convierte todo en encantador. Sus dosis de realismo intentan servir como necesario contrapunto y también como deudora de una evolución argumental que se vuelve anodina por momentos, en una lucha constante por demostrar que se trata de un relato pleno de madurez, aunque convendría matizar mucho sus resultados.

Para el espectador existe la peligrosa trampa que busca Drake Doremus en todo momento. Creer que el joven director ha filmado la definitiva historia de amor verdadero. Creer que el amor auténtico debería parecerse a lo que aquí se cuenta, y lanzarse a buscar ese patrón en nuestra compleja realidad. La madurez de la cinta y su desarrollo no están, sin embargo, demasiado lejos del telefilme (parejas alternativas, recuerdos recurrentes, apoyo emocional en la música) oculto, eso sí, bajo la sofisticada estética de película de última generación. Al despojarse del engreimiento de película para la historia que respiran sus momentos más pretenciosos, Like Crazy encuentra el verdadero halo poético de la sencillez que la hace despegar.