Para hablar de las profundas desigualdades sociales sobre las que se edifica todo un país, el cineasta Andrey Zvyagintsev ha construido una oscura fábula, un pequeño cuento desesperanzado capaz de derribar todo aliento de optimismo en la que el color parece jugar un papel fundamental: el azul gélido de las primeras horas de la mañana, azul frío y aterrador presente en casi cada plano, como si fuese imposible escapar del sentimiento de fatalidad que recorre todo el relato.
La historia enfrenta a un ciudadano con el corrupto alcalde del pueblo, que quiere adueñarse del terreno ocupado por la vivienda. A modo de tragedia griega, Kolia, el sufrido ciudadano, intentará un gesto heroico capaz de salvarlo a él y a su familia hasta descubrir que es imposible luchar contra los poderosos, que el rico aplasta al pobre a capricho y que rebelarse contra esa tradición se castiga duramente.
Para que Leviathan adquiera proporciones épicas, las relaciones entre personajes se vuelve casi cósmica, capaz de contar la historia de su mejor amigo o de su esposa como si una nueva película hubiese hecho acto de aparición de forma sorprendentemente natural. La mirada de Zvyagintsev, tan sencilla como poderosa, tan descarnada como apasionada, resquebraja el frío aspecto de sus personajes para bucear en las angustias colectivas. Es curioso que una película tan figurativa, tan llena de metáforas, tan construida sobre la fábula y la épica abstracta haya tomado forma a partir de un relato tan cercano, tan concreto y despojado de toda grandilocuencia.
Lo que llama la atención en Leviathan es cómo, a pesar de poner en escena la imposibilidad de vencer a las injusticias del mundo, la cámara se abandona a filmar la belleza de éste en una decisión estética que tiene poco que ver con el relato y más con la idea de una propuesta visual que resulte atractiva por sí misma. En otras palabras, un film que intenta poner en imágenes un cierto pesimismo ante el orden de las cosas no tiene pudor alguno en ilustrarse a partir de imágenes de postal, como si la belleza no pudiese estar en lo que se cuenta o en cómo se cuenta sino a partir de elementos recurrentes como puestas de sol, hermosos paisajes o bellos amaneceres.
En todo caso y salvando la capacidad metafórica de esas decisiones, atisbando quizá una rendija de optimismo más allá de las negras nubes del relato, se trata de una propuesta a todas luces ejemplar que se hunde en las raíces del mejor cine para poder hablar de la Rusia del presente en una historia que termina siendo universal. Cuando los personajes acuden al exterior a pasar una mañana haciendo tiro al blanco con las imágenes de los grandes dirigentes de la historia del país, Zvyagintsev no sólo está haciendo autocrítica de su tierra natal, sino escribiendo una desencantada crónica universal de la clase obrera en la que los altos mandos dejaron, tiempo atrás, de representar los intereses colectivos, como si aquellos cuadros ahora convertidos en dianas hablasen de un cierto idealismo que el tiempo presente ha revelado la decepción, el dolor y la mentira sobre las que estaba construido. Haber sido capaz de poner todo eso en imágenes es una auténtica proeza.