Durante el clímax de esta divertida, imposible comedia fantástica, una enorme criatura se apodera del protagonismo en el inmenso aquelarre que vertebra el tercer acto de la trama. Las reminiscencias con El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995) son casi inmediatas. El realizador adora los relatos in crescendo y los finales explosivos, las fábulas que se entremezclan en la ficción y los enormes monstruos que encarnan el mal absoluto.
Sería posible afirmar que aquella El día de la bestia sigue siendo su mejor película, en tanto que continúa dando vueltas alrededor del relato primigenio, a pesar de la profusión de medios en la que se desenvuelven ahora sus proyectos. En este caso no se trata de un sacerdote que intenta evitar el Apocalipsis, sino un grupo de desheredados que huye de la capital tras cometer un robo en el centro de la ciudad.
Dicho de otro modo, los protagonistas de la aventura – en palabras de la propia película: los que intentan impedir que se acabe con la civilización occidental – son personas de a pie que permanecen unidas al conocer las auténticas intenciones del mal, como si el realizador entendiera que son esas, las personas anónimas, las únicas que tiene sentido convertir en héroes en el incierto tiempo presente. Un mensaje definitorio.
La película parte desde el centro de la capital hasta Zugarramurdi en un irrefrenable viaje hacia el confín del mundo. De la Iglesia se sirve del aspecto llamativo de unos mimos para poder otorgar identidad propia a todo el arranque, con robo y secuestro incluidos, pero la utilización de ese elemento parece obedecer a una caprichosa excusa con la que dar continuidad a un estilo visual que se ha ido asentando en lo barroco como manera de escapar de toda consideración formal.
Las brujas de Zugarramurdi está construida en torno a una fugaz idea, una premisa que parece desarrollada con desidia, sus elecciones formales son discutibles y su mal gusto a veces abandona el terreno del humor grotesco y se convierte en reflejo de una cierta falta de inspiración, una continua repetición de elementos ya conjugados. ¿Pero cómo advertir esas carencias tan propias del autor si la película cuenta con el mejor diseño de producción posible, con fantásticos decorados, con una suntuosa banda sonora de Joan Valent y con un Kiko de la Rica en estado de gracia en las labores de iluminación?
De la Iglesia vuelve a extraer excelentes actuaciones de un grupo irrepetible de intérpretes, entre los que sorprenden Mario Casas, Carolina Bang o Jaime Ordoñez por acercarse a registros tan alejados de sus papeles habituales. La película del director es la misma de siempre, quizá más grande, más ruidosa, de mejor acabado visual y con maravillosos trucos de maquillaje. Lo curioso es que continúe haciendo gala de las mismas limitaciones que revelaba hace ya veinte años con su ópera prima. Tras construir ese clímax casi imposible con el aquelarre de las brujas, Las brujas de Zugarramurdi se limita a concluir su momento más tenso a partir de un fundido a negro, que permita cerrar la película con el chiste de rigor. Humor a costa del propio relato, lo que hace pensar que lo importante en todo momento ha sido la ocurrencia, y no la propia película.