En el Festival de Málaga de 2010, un pequeño ciclo sin relevancia aparente se anunciaba con el slogan de Al cine por 1 euro. El ciclo constaba de tres películas de producción española que habían pasado de manera bastante mediocre por las carteleras del país en el último año, pero que habían participado una en el Festival de Locarno, y las otras dos en el de San Sebastián, sin que ello supusiera un éxito en su paso por las salas.
El ciclo servía al Festival para cubrir esa cuota, siempre generosa, de invitar al público a participar de un certamen que reciclaba lo último del panorama nacional para hacerlo accesible y asequible al espectador medio.
Sin embargo, aquella fortuita unión de los tres títulos ofrecía una visión esclarecedora sobre el estado del cine de autor en España y originaba una trilogía aparentemente inconexa que de repente se atrevía a dialogar entre sí y a revalorizarse al disponerse de manera conjunta.
En el marco de los festivales es cada vez más común, y muy elogiable, la atención a las óperas primas de nuevos cineastas, con el deseo de encontrar nuevos talentos, señalarlos con el dedo y atribuirse su descubrimiento.
Pero, ¿qué ocurre con aquellos autores que ya no son noveles y que siguen al margen de los grandes presupuestos? Para ellos, el anonimato desaparece cuando sucede el milagro, cuando un ciclo inofensivo como éste reivindica su importancia, los pone de relieve y señala las virtudes de unas películas sencillas, ingobernables y estimulantes.
Petit Indi, de Marc Recha, más una fábula que un retrato de la adolescencia, llena de silencios, de ingenuidad y de sencillez, de una belleza poco común en el cine de hoy.
La mujer sin piano, de Javier Rebollo, una película única, muy cercana al universo de Antonioni, que retrata la mejor cara del cine moderno por parte de un autor de radicales principios.
Y Los condenados, de Isaki Lacuesta, un joven cineasta aún con las herramientas del documental impregnadas en su narración, filmando una película áspera, dura, difícil de digerir, de lenta construcción y llena de momentos intensos como el maravilloso monólogo de Bárbara Lennie en un plano secuencia para recordar.
Cine ingobernable, insobornable, cine moderno y estimulante, cine no apto para el paladar del gran público pero que sin duda ofrece buena parte de lo más interesante del panorama contemporáneo, lleno de hallazgos, de madurez, y por encima de todo, de la búsqueda de nuevas formas, nuevos lenguajes, del valor de diferenciarse y de contar cosas que nunca antes se hayan contado, de una manera que nunca antes se haya utilizado.