La gran familia española (Daniel Sánchez-Arévalo, 2013)

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¿Sería posible concebir una película construida únicamente bajo la pura solidez de su guión sin contar con la capacidad de Daniel Sánchez-Arévalo para extraer de todos sus actores esa identidad y energías tan presentes en su cine?

Existen pocos cineastas españoles que escriban como él, pero el realizador no se preocupa sólo por el texto, sino también por encontrar una representación a la altura. En ese sentido, sus películas no son un ejercicio de ego autoral en el que se ponga de relieve la genialidad de sus planteamientos. Se trata de películas disfrutables por sí mismas, más allá de palabras o estructuras. Ninguna película de este humilde tamaño cuenta con tan hermosa fotografía, tan acertada elección de casting o con un diseño de producción que invite tanto a un acercamiento a lo real.

Lo curioso es que cuanto más dilatada se vuelve la carrera de Sánchez-Arévalo, más accesibles son sus obras, más acomodadas, menos constreñidas y de mayor vocación popular, quizá para facilitar que sus proyectos sean aún posibles en una coyuntura nada favorecedora, y en ese sentido su cine ha perdido buena parte de las virtudes de sus dos primeras películas: aquella capacidad para interrogar, incomodar, cuestionar… Su capacidad para transformar.

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Los temas empiezan a repetirse con variaciones cada vez menos perceptibles, como si sus obsesiones se hubiesen transformado en obstáculos para lo creativo en lugar de seguir siendo elementos vehiculares de la trama. El material de partida de la película ya estaba presente en el corto Traumalogía (2007) y, al mismo tiempo, el tono de su desarrollo y tratamiento de sus personajes es aquí el mismo que vertebraba a Primos (2011).

En La gran familia española, Sánchez-Arévalo parece servirse de los tópicos para poder construir una ficción lo más cercana posible al espectador medio. El problema es comprobar que aquellos tópicos se acaban imponiendo. Esos elementos no son pocos ni están aislados: la coreografía que ejecutan los familiares durante la boda (un momento musical delicado), los flashbacks de la niñez, las simetrías con el partido de la final del Mundial que hace campeona a España, la presencia de Raúl Arévalo, los chistes recurrentes que no funcionan por acumulación sino por saturación, o el montaje paralelo entre dos conversaciones (que convierte un importante punto de inflexión de la trama en un instante propio de la comedia de situación televisiva). Elementos que parecen impostados, forzados, y que poco tienen que ver con el espíritu enérgico y sofisticado que da aliento a la película.  

Las virtudes del realizador siguen estando presentes, a pesar de todo. Sería difícil negar el encanto que poseen muchos de sus momentos, cuando la naturalidad se vuelve protagonista. El problema no es encontrarse con esa espontaneidad, pues es palpable y continúa dando valor a la película, sino comprobar que ese valor ya no está en un primer término protagonista sino que, en muchas ocasiones, resulta vencido por los clichés.

En el instante final, para cerrar la trama y convertir el texto en un guión redondo, Sánchez-Arévalo se saca de la manga un acto de amor definitivo, casi imposible de creer, pero que da sentido a todo lo anterior. Es el golpe de efecto final, el puñetazo sobre la mesa que pone en orden el caos aparente y que supone el canto de amor final a la familia. Todas las tramas confluyen en un hermoso aprender a amar. Pero mucho antes de eso, los gestos de Sandra Martín han puesto ya en duda la elección de la palabra sobre lo visual. La niña que prefiere la radio a la televisión funciona del mismo modo que esos adultos que resuelven siempre sus conflictos a golpe de monólogo. En definitiva, una sola mirada ha sido capaz de cuestionar todo un cine de lo verbal. 

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