Muy probablemente, el cine de nuestro presente necesitaba una película como La deuda para redefinir y entender el concepto del flashback, establecer de nuevo sus límites y llamar la atención sobre la desidia, la terrible recurrencia y el mal criterio con el que se utiliza.
Y debía firmarla un sabio conocedor del medio, no un gran autor pero sí un soberbio artesano. John Madden, el autor que diez años atrás realizara aquella ligera y estupenda Shakespeare in love, ha filmado hoy una película con la engañosa etiqueta de thriller convencional pero que atesora un pulso narrativo y una contención fuera de lo común.
La deuda confronta a un agente secreto retirado (Helen Mirren) a un pasado que se ha convertido en fuente de fama y prestigio en el final de su vida. Cuando recuerda los hechos pasados sin el idealismo que propone literatura periodística de por medio que magnifique los acontecimientos, surge entonces la interesante confrontación entre verdad subjetiva, verdad oficiosa y verdad literaria.
Para narrar la verdadera historia, que no es otra que el capítulo de juventud del agente secreto, la película cambia de registro, de época y también de actores. Jessica Chastain y Sam Worthington entran en escena. Chastain vuelve a recordarnos, ya desde sus primeras secuencias como protagonista, que no tardará en convertirse en una de las actrices más codiciadas por aquellos directores con un ojo clínico para las estrellas emergentes. Una actriz capaz de hacerle sombra a toda una Helen Mirren, y que porta con brío una exacerbada languidez en permanente convivencia con una interpretación concisa y descarnada cuando es necesario.
El pulso y el ritmo de Madden son admirables. No es de extrañar que tras su mano experta una película de suspense convencional se convierta entonces en un filme superior. La honestidad con que está filmada La deuda hace ganar muchos enteros a todo lo que en ella ocurre. En su relato confluyen el amor, la verdad y la mentira, el miedo, el suspense, la venganza y la ya citada batalla moral entre verdad absoluta y verdad subjetiva.
Sólo el relato romántico puede percibirse como ligeramente impostado. No es de extrañar, pues argumentalmente el guión lo incluye con la intención de que la historia abarque todos los ámbitos personales posibles. Su inclusión aparenta ser casi obligatoria, pero sus resultados no son del todo satisfactorios, sobre todo cuando la cámara lo filma con menor convencimiento que como lo hace con el resto de la historia.
La película se construye lentamente, se paladea con un gusto exquisito, se saborea como una profunda copa del licor más añejo. Hasta su tramo final la película bien podría considerarse una de las mejores películas de toda la temporada. Pero entonces llega su resolución. Una resolución que por atropellada, previsible y decepcionante logra destruir todo lo anterior y alcanzar casi el lado de lo ridículo. En el momento de la verdad todo se echa atrás. La valentía que respiraba el relato ya no existe, sólo existen de repente los finales convencionales.
El sabor final de La deuda resulta, por tanto, del todo agridulce. Lo que podría haber sido un filme valiente termina convertido en blockbuster. Lo que podría haber sido una joya contemporánea en su género acaba metido en lo más profundo del cajón de lo indiferente. Desde luego no son pocas sus virtudes, pero es innegable que el eclipse que provoca sus terribles últimos veinte minutos desmerecen mucho el resto.
Una película que habla sobre el poder de reinventarse y que finalmente no se atreve a hacerlo precisamente en el momento más importante bien merece un castigo. Es aplaudible, sin embargo, el uso del flashback tal y como se utiliza en La deuda. Un ejercicio de reconstrucción del pasado y del presente digno de enseñar en las escuelas. Así se tejen las historias. Así se filman. De este modo se interpretan. Pero no. No se terminan así.