La boda de mi mejor amiga (Paul Feig, 2011)

¿Es que no puedes felicitarme y poner buena cara durante mi boda y luego criticarme cuando llegues a tu casa, como hace todo el mundo?”. Es este el diálogo más importante de La boda de mi mejor amiga en tanto que ayuda a encontrar con clara evidencia las intenciones de la película.

Disfrazada de comedia desenfadada, la película (cuyo acertado título original es Damas de honor) intenta destripar con marcado disgusto el ridículo proceso de preparación de una boda de altos vuelos. En ella lo cursi, lo obsesivo, lo detestable y lo políticamente correcto van colocándose en tela de juicio hasta desvelar que la importancia de los verdaderos símbolos del matrimonio se pierde por el camino.

Es por ello por lo que esa acertada frase resume bien una película en la que la sociedad castiga duramente a aquellos que tratan de gritar la verdad mientras dura el circuito de la hipocresía. El filme no deja de pertenecer del todo, sin embargo, a esa clase de cine mediocre que acaba maleducando a su público en las malas artes que confunden terriblemente lo común con lo normal.

Por mucha crítica que haya de fondo, la sensación final del filme es que éste también celebra la boda como un necesario festival de las apariencias. He ahí la gran trampa de un filme que, como su protagonista, no se atreve a enunciar del todo la verdad por miedo al completo rechazo de un espectador que lo único que desea, como la mujer que pretende organizar su boda, es que la película le recuerde cómo es su vida o cómo debería serlo.

La protagonista absoluta de la función es una infravalorada Kristen Wiig, que si bien no porta el canon estético de la tradicional diva de Hollywood sí que atesora otras tantas virtudes. Pocos pueden aguantar el plano junto a ella sin que la actriz deje de ser el foco de atención. Sabe bien cuándo ser comedida y cuándo destapar el tarro de sus esencias circenses, y maneja a la perfección el tempo humorístico cuando se trata de gags breves gracias a su dilatada formación televisiva.

Es Kristen Wiig el mayor aliciente de la película, que aguanta su previsible y excesivamente largo metraje gracias a la continua exhibición y el  derroche de barbaridades gestuales de su actriz protagonista. Lo molesto de sus convenciones sociales se salda con la historia paralela que atañe a la vida personal de la dama de honor, en la que caída y posterior ascenso se convierte, aunque narrado a cuentagotas, en lo más rescatable del filme.

Amor y humor, infalible fórmula para el cine de masas. Lo curioso de La boda de mi mejor amiga es que el público conoce de antemano lo que va a encontrarse con ella, y es precisamente por ello que este tipo de filmes arrasa en taquilla. Se trata del eterno misterio de la promesa de la mediocridad. Una peligrosa trampa de la que el espectador medio aún no ha conseguido escapar.