Kong: La isla calavera (Jordan Vogt-Roberts, 2017)

 

Como si se tratase de Mad Max: Furia en la carretera (George Miller, 2015), los personajes de Kong se adentran, por voluntad propia, en el interior de una tormenta. Tal vez sea uno de los grandes rasgos del blockbuster del nuevo siglo: los protagonistas acuden al peligro por voluntad propia y no al revés. Al igual que ocurría con el soldado de En tierra hostil (Kathryn Bigelow, 2008), vivir el hastío de la realidad cotidiana no es posible: hay que volver a la trinchera como única forma de supervivencia. Alguien atrapado en la isla desde los años cuarenta pregunta si los americanos consiguieron ganar la guerra; sus compañeros le responden preguntando a qué guerra se refiere. En una época en la que los relatos cinematográficos han quedado en suspenso en favor de la espectacularidad, los personajes han asumido que sólo tienen sentido en la ficción si forman parte de un conflicto permanente, su existencia sólo es posible si se entregan al caos.

En 2017 ya no hay espacio para los discursos sobre el poder de la sugestión, ni de la imaginación como motor del miedo que tenían lugar en el primer tramo del filme de 1933: en esta nueva película, el monstruo aparece en pantalla en todo su esplendor desde el comienzo. No hay misterio posible porque a este nuevo Kong no le interesa construir discursos, sino destruir toda reconciliación con el pasado: monstruos de la RKO, el Vietnam de Coppola… De algún modo, esa secuencia en la que el gran gorila se enfrenta a los helicópteros americanos frente a una puesta de sol propone la colisión entre distintos iconos de la historia del cine.

Todo salta por los aires, incluso la propia gramática de la imagen. Los disparos de un soldado hacia una araña gigante se muestran desde el punto de vista del personaje, como si se tratase de un videojuego en primera persona. Los formatos se confunden, ya no existe una barrera entre lenguajes audiovisuales diferentes porque los recursos del cine ya no gozan de la autoridad que tenían antaño. El hecho de que cualquiera, con su cámara de fotos, sea hoy capaz de generar imágenes que en el pasado sólo eran posible en el cine ha devaluado, en cierta manera, muchos de los recursos que le pertenecían en exclusiva. El lenguaje publicitario, los subproductos en forma de imagen fugaz de la era Instagram que pueblan internet o las formas propias de un videojuego conviven ahora, sin ningún tipo de jerarquía, en la construcción del relato junto a las formas particulares que tuvo lo cinematográfico en el pasado.

En Kong: la isla calavera los humanos que invaden la isla deben respetar la supervivencia de la bestia porque, sólo así, lograrán preservar un cierto equilibrio que impide convertir al lugar en epicentro del fin del mundo. Deben aceptar la convivencia con otra especie del mismo modo que deben aceptar que las relaciones de poder ya no son las mismas: un soldado decide apuntar a su sargento y no a sus propios enemigos ante una orden absurda del hombre al mando. Aprender a convivir con el otro, desconfiar de los grandes líderes… En este sentido, y por muchas razones, podría hablarse de esta como la primera película de la era Trump, una película que promueve unos valores que parece haber olvidado el nuevo jefe de estado. La ironía del filme es precisamente esa: personajes que ya no saben enfrentarse a la realidad han tenido que acudir a la más absurda de las ficciones para rescatar cosas que, en el mundo real, han desaparecido casi por completo.