Los Oscars de 2017

Quizás el gran exponente de estos Oscars haya que encontrarlo en el premio a los Mejores efectos visuales, otorgado a El libro de la selva (Jon Favreau), para entender lo lejos que quedan aún las fronteras del Nuevo Hollywood a ojos del resto: aquello que en Europa cae pronto en el olvido es recibido de manera muy distinta en el nuevo continente. El libro de la selva obedece a un modelo de cine en el que el envase lo significa todo y el interior ya no importa demasiado: recubrir un relato infantil con la nueva épica estéril made in Hollywood. Puede pensarse que cualquier otra candidata a los mejores efectos visuales tenía más posibilidades de victoria, pero premiar El libro de la selva es premiar también una forma de hacer cine que es sustento de la propia industria. Un premio para perpetuar un modelo. El galardón de la supervivencia.

Del mismo modo, estos premios han servido para contemplar lo rápido que se suceden los cambios en el mundo del cine y también en la idiosincracia de la propia realidad: la afluencia de público ya no sólo se concentra en el fin de semana del estreno, sino que también se olvida con la misma facilidad. La La Land era la película del año en el mes de noviembre (antes de su estreno) y la intensidad de ese entusiasmo compartido se fue diluyendo con el paso de las semanas. Quizás porque las cosas avanzan más rápido que nunca y la (des)memoria a corto plazo está imponiendo una dictadura en la que pensar en el ayer casi es pecado, o quizás porque La La Land está diseñada para provocar el enamoramiento inmediato y no para soportar la reflexión inevitable que conlleva el paso del tiempo. De modo que, diluida la pasión del primer día, el único motivo que queda en pie es la reivindicación política, y en eso Hollywood no tiene rival: la Mejor película extranjera (El viajante, Asghar Farhadi) es la única que ha conseguido hacer ruido en el país a partir de la negativa de su autor a desplazarse a la gala, con motivo de las primeras decisiones del gobierno de Donald Trump.


Es por esto que el voto de la comunidad negra, que ocupa un porcentaje cada vez mayor de los votantes, ha terminado por decidir cuál era la mejor película para la academia americana (Moonlight, Barry Jenkins). Ya no sirve pensar demasiado en el votante medio de la década pasada, de raza blanca y mayor de sesenta años. Los tiempos han cambiado también en ese sentido. Y como de costumbre, la academia llega tarde: la película con mayor número de nominaciones (La La Land, 14) busca el beneplácito evocando a las películas del pasado con la precisión técnica de un cirujano. No hay premio al Mejor director más coherente que este a Damien Chazelle, no por merecerlo más o menos sino porque es capaz de diseñar toda una película para conseguir este premio a toda costa.

También llega tarde con Kenneth Lonergan premiando a su película más convencional, Manchester frente al mar, tras dos títulos como Puedes contar conmigo (2000) y Margaret (2011), películas libres de este armazón clásico sobre el que está construido este tercer filme. Reivindicar ahora a Lonergan puede resultar algo peregrino. Y reivindicación sigue siendo la palabra: hasta tres películas ponían en juicio el trato de la sociedad americana con las personas de color, una lucha que también se ha perseguido a la hora de otorgar ciertos premios. Pero si observamos con detenimiento el Oscar a Viola Davis como mejor actriz de reparto (Fences, Denzel Washington), cuando en realidad es claramente la actriz principal del filme, podemos descubrir que es la productora de Fences quien propone a la actriz como secundaria porque piensa que así tendrá más posibilidades de ganar y obtener con ello la ansiada propaganda con la que poder hacer taquilla. Son estos gestos, en los que el marketing se impone a todo juicio de valor real, los que nos recuerdan que estos premios siguen teniendo la trascendencia que nosotros queramos darle.