Vaiana (Moana) (John Musker, Ron Clements, Don Hall, Chris Williams, 2016)

 

En el pasado, el conflicto suponía la oportunidad de la unión. Había que unir fuerzas para poder superar un obstáculo, imposible de afrontar desde la individualidad, y eso hacía que las vidas de los personajes cambiasen por completo. Lo que distingue al héroe contemporáneo es que, para él, un final feliz tiene lugar cuando se ha derrotado al monstruo y retorna el equilibrio, pero no se plantea un epílogo que invite a pensar en la posibilidad de una familia, de un cambio que ponga fin a su condición solitaria.

Como ocurre con el dios Maui en esta película, el héroe ha quedado fuera de la sociedad. Aparece cuando ha germinado una crisis que amenaza la estabilidad del mundo y desaparece nuevamente cuando todo se ha resuelto. No hay posibilidad de integración; su condena es precisamente la de ser el salvador, el elegido, y cuando ha cumplido con su misión debe volver a desaparecer. El ideal se ha transformado en abstracto, lo que quedaba de humano queda expulsado de la ecuación. El dios Maui tiene que afrontar sus propios defectos al convivir con una joven mientras salva el mundo; el encuentro con ella desvela su incapacidad para el trabajo en equipo, su dificultad para la relación.

El protagonismo queda así reservado a personas anónimas y cercanas que sólo desean vivir una aventura capaz de trascender su rutina. Una especie de exploración del mundo como forma de consumo, un falso sentimiento de autorrealización. Moana (Vaiana según la versión española) siente la necesidad de salir a la mar para salvar a su pueblo de la extinción y recibe la ayuda de Maui por el camino. El encuentro, la aventura transformadora, ya no produce lazos entre dios y humana, sólo una especie de melancolía del tiempo compartido, melancolía también por la imposibilidad de conservar la relación.

Esa fugacidad de la aventura es también la fugacidad del propio relato, fugacidad de la propuesta en sí: Vaiana (Moana) es más emocionante cuanto más cerca estamos de las capas que conforman su superficie. Es mucho más contundente emocionarse ante los fascinantes efectos visuales del agua del mar que ante la profundidad de su mensaje, por ejemplo. Es más impactante las formas en las que la protagonista cobra vida en el plano que la forma de manejar su trascendental viaje interior. Es mucho más sencillo también acercarse a los ritmos que propone la música que a entender el conflicto que arrastra el dios Maui dentro de sí.

De hecho es muy posible que nunca haya existido una banda sonora, dentro del corpus musical de Disney, con más temas parecidos entre sí, como si los protagonistas estuvieran obligados a cantar porque la función así lo exige, mostrando por fin la esclavitud a la que quedan sometidos los arquetipos de un relato clásico que se queda siempre mirando al horizonte, tratando de forzar sus cadenas. Quizás la protagonista se lance al mar no sólo para salvar a su pueblo después de todo, sino para tratar de escaparse de su propio cuento