JCVD: The Movie (Mabrouk El Mechri, 2008)

JCVD

Mabrouk El Mechri ya había mostrado públicamente su admiración y devoción total por Jean-Claude Van Damme, tanto por su filmografía como por el icono que representa.

Que Van Damme aceptara participar en un proyecto con él como director ha permitido formar no sólo un homenaje hacia su figura: la película también es un símbolo ante todos esos ídolos caídos del mundo de la fama, el poder de la imagen pública y la persona que hay detrás, y un filme que reinventa al actor, le da relieve y le añade el peso dramático que nunca tuvo en todos sus años de carrera.

El material de partida con que opera el filme no es original: se trata de un largo plano-secuencia inicial que articula toda la trama y que se repite en diversas ocasiones bajo dos puntos de vista diferentes, desvelando nuevas tramas argumentales. Lo que sí es original es que esta herramienta no es utilizada sólo como pirueta narrativa, sino como la mejor manera de ilustrar cómo la máscara del personaje se aparta para mostrar la naturaleza propia del actor, del ser humano. Lo que vemos se nubla por nuestra percepción primera, por nuestros prejuicios. Detrás de ese rostro célebre hay una persona con sus propios problemas, deseos, frustraciones y anhelos.

No es por tanto el plano secuencia la herramienta principal del discurso, aunque sí sea la manera de narrar predilecta por el autor (largos y maravillosos planos en movimiento que aportan realismo, continuidad y la sensación de vivir un desarrollo en tiempo real a la película). La herramienta principal con que juega el director no es otra en realidad que con la ingenuidad, con el olvido de ciertas normas y reglas del cine, con la reinvención, muchas veces ingenua, de los cánones y las maneras de contar.

Esa ingenuidad, que permanece libre y presente en todo momento, no sólo aporta un humor que no existe a primera vista, sino profundamente impreso bajo el relato. También aporta una frescura narrativa que no busca nunca la acrobacia forzada o el intento pretencioso de mostrar la inteligencia del realizador, sino siempre al servicio de esa opción de desdoblamiento entre la realidad-ficcionada con la realidad que vive el hombre-actor-personaje.

Ingenuidad que permite repetir escenas, bajo nuevos prismas, o incluso con diferentes resoluciones: lo que desearía que ocurriera, lo que esperamos que ocurra, lo que debería ocurrir, lo que ocurre en realidad. Ingenuidad que permite replantear ciertas maneras de contar y hacer cine: Van Damme/personaje abandona de repente el decorado (en una preciosa secuencia, nuevamente plano-secuencia) y firma un monólogo sobre Van Damme/persona, en una conjunción perfecta con ese desdoblamiento que busca el filme y que consigue en muchas ocasiones.

Su planteamiento superficial es muy sencillo, y el gusto de Mabrouk por las antiguas películas de acción son reconocibles con facilidad. Hay una textura añeja, casi una concepción pulp en su estética, pero incluso ésta es maleada para convertirse en un elemento orgánico al servicio del relato, una estética que se transmuta en un mundo duro e implacable, lleno de sombras y oscuridades, que acechan la aparente luminosidad de una fama que engulle a la persona que vive detrás y que sólo deja vivir en él al personaje público que ha creado.

En definitiva, la obra de Mabrouk no es solamente una entretenida opción como película de acción. El humor, la sencillez de su realización, el trasfondo y la reinvención de su personaje, la vertiginosa habilidad de la narración y el virtuosismo de su narrador convierten esta pequeña pieza en obra de culto, un filme trascendente que debe perdurar, presa de una dirección original y maestra que la eleva por encima de cualquier película de su género.