Inland Empire (David Lynch, 2006)

Inland

Un conejo ve la televisión, mientras su señora plancha la ropa al fondo de la habitación. Al poco entra un tercero, al que lo saludan los aplausos de un público inexistente. Estos son los protagonistas de cuatro de las escenas de las tres horas que pueblan Inland Empire.

La nueva película de David Lynch puede entenderse como una continuación discursiva de ‘Mulholland Drive’. Pero sólo en su forma narrativa, nunca en su argumento.

No ya críptica, sino impenetrable, Inland Empire muestra los peligros de la industria televisiva y de la del cine, y la propia impenetrabilidad de las relaciones humanas, de cómo se construyen y entretejen de manera inexplicable y sin orden aparente.

Y los muestra de la misma forma que ocurren en la realidad: inconexos, repentinos, a veces absurdos y en ocasiones llenos de fuerza poética.

Una inmensa Laura Dern, en el que muy posiblemente sea el mejor trabajo de su carrera, permanece en pantalla casi la totalidad de las tres fugaces horas de metraje, y su personaje somos todos. Desde tres mendigos que charlan en una esquina hasta una actriz que ha triunfado en su trabajo y ha fracasado en su vida.

Todo Inland Empire ocurre a través de la televisión, la historia que una chica vive emocionada frente a la pantalla, que le hace recordar su propia historia y se redime gracias al poder revivirla de nuevo.

Lynch cuenta su historia con elegancia, sembrando de terror todo lo que toca, incluso los hechos más cotidianos. Sabe impregnar de belleza lírica aquello que quiere mostrar con afecto y teñir de oscuridad todo lo que teme o les ajeno.

Trenza unos personajes obsesivos, castigados por sí mismos y por la vida que les ha tocado vivir, y no los redime pero al menos les da un sentido, y los invita a participar de la catarsis que viven tanto el personaje de Laura Dern como quien visiona la película de su vida.

Llena de detalles, de aciertos colosales dentro de su jeroglífica genialidad, el director ha creado un paradigma de mil lecturas diferentes, tres horas dispuestas a ser disfrutadas y listas para arrancárseles mil y una interpretaciones distintas, de donde nace la riqueza del filme.

David sin embargo acusa en esta película lo que por desgracia parece ser el comienzo de una nueva época en su cine: la cámara digital.

Con el descubrimiento del formato digital Lynch parece entusiasmado, goza de mayor libertad creativa y de planificación de los planos, de mayor riqueza narrativa y generosidad de metraje.

Sin embargo, todas las grandes películas del autor estaban cimentadas en su fantástico poder visual. El cine digital a partir de ahora elimina eso, debido a su aspecto casero y poco trabajado, al granulado desagradable en escenas con poca luz, y a la muerte del trabajo de fotografía, y con ello arruina el principal punto fuerte de la obra de un cineasta que negándole al público la accesibilidad a su discurso ha encontrado su verdadera libertad creativa.