Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006)

El cierre de la trilogía de González-Iñárritu, que suponen también sus tres primeros filmes como director, transforma a una sociedad construida sobre la violencia y la incomunicación en un lujoso decorado para la más inverosímil de las epopeyas colectivas de los últimos tiempos.

La película, en una historia maravillosa, trata de unir mediante un rifle como nexo cuatro historias, cuatro países y a tantos personajes como sea posible en cada uno de los rincones del mundo, con la intención de señalar la universalidad y grandiosa profundidad de un discurso tan pretencioso como valiente.

Su autor vuelve a utilizar una estructura fragmentada y un uso libre del tiempo en su ficción, una técnica ya característica de su cine, sólo que esta vez llega cuando su recurso se ha asentado ya como un estilismo clásico en este cine del nuevo siglo. Ya no produce la misma fascinación ni supone un golpe de efecto como lo hicieron sus predecesoras.

Babel cultiva con calma sus tragedias, las miserias de cada uno, va preparándolas para un clímax que termina antes de haber empezado, que acontece sin darnos cuenta. En cada una de las cuatro historias, el guión de Arriaga siempre da pie a esperar lo peor, a mil y una trampas visuales que intentan mantener la idea continua de un inminente golpe de efecto que nunca llega, que sólo sobrevive en la mente del espectador, y reconstruye a la inversa el viaje silencioso que realiza el rifle a través de quienes lo han usado y los que le rodean.

Arriaga escribe sus historias con una economía de diálogos y de situaciones prodigiosa, pero se pierde en la confección de los propios personajes al no tener tiempo de dotarlos de una humanidad que sólo queda patente en su sufrimiento, de un trasfondo que sólo queda reflejado en su dolor.

Quienes saben dotar a esos personajes de una fuerza arrolladora son quienes los encarnan, especialmente por la parte estadounidense y nipona.

Por la parte mejicana, Adriana Barraza se agarra a una interpretación costumbrista y desgarradora sólo de forma efectista, y Gael García Bernal cumple con nota un papel pequeño y sin demasiado peso en la trama. En Marruecos la amalgama de actores desconocidos y semiprofesionales se comportan de manera maravillosa.

En la parte americana, Brad Pitt hace una creación asombrosa de un esposo maduro, golpeado por la dureza de su repentina situación, una actuación marcada por la forma en que el rostro del actor parece ofrecer toda la información necesaria sobre su personaje, y Cate Blanchett, con muy pocas oportunidades de lucimiento, regala una breve actuación a la altura de su acompañante.

Rinko Kikuchi sobresale entre el elenco, a pesar de que la de Japón sea la historia más tramposa en el complejo entramado temporal y geográfico del guión. Su impresionante creación de una adolescente sordomuda que descubre el poder de su sexualidad, perdida en una enorme ciudad y en su propia soledad se convierte en la parte más notable de la intención del filme de subrayar la incomunicación en el mundo globalizado en el que vivimos.

Ese maravilloso regalo de actuaciones soberbias es el sobresaliente resultado de un trabajo de dirección realizado de forma pausada y casi artesanal. Un director eminentemente de actores, de historias pequeñas, que presta atención a las expresiones de sus personajes, a sus luchas internas, y que no tiene miedo de que su cinta desborde la angustia de quien experimenta el dolor de cara y de una forma totalmente solitaria.

González-Iñárritu no juega con la cámara ni trata de añadir su toque personal al desarrollo visual de la obra, sino que deja que sean los lugares quienes configuren su impactante estética. Confía plenamente en el guión que tiene entre manos, en el tempo narrativo que sugiere, en el manejo de los lugares y sus diferentes momentos temporales, y por encima de todo en sus actores. Se centra sólo en ofrecer la mejor recreación posible de los personajes que propone.

La música de Santaolalla trata de ser una mirada inteligente a las técnicas compositivas de las diferentes culturas en las que está enmarcada la película, y vuelve a entregar un trabajo cubierto de esa mezcla de sencillez-pedantería a la que acostumbra el músico. A pesar de su laureada composición, la película termina por recurrir en muchos momentos a música de archivo para ilustrar algunas de sus mejores escenas.

El montaje se convierte en un recurso narrativo más, no solamente por la prodigiosa relación de interacción-independencia de las historias y de sus desfases temporales, sino incluso en la propia escena. El montaje como recurso expresivo, como modo de acelerar la narración y resaltar detalles y gestos, se preocupa de su utilidad como herramienta visual y se olvida de controlar la duración de la cinta, arrollado por la desmesurada pretensión de la película de abarcar todo su enorme universo.

El pecado de Babel cae de la mano de la falta de empatía hacia unos personajes inmersos en su propia tragedia personal, pues sabemos de antemano que sus vidas van a ser sacudidas de tal manera que nos preparamos para la embestida, alejamos su dolor y nos enfrentamos a la narración desde fuera, al desarrollo de la moralina angustiosa que viven. Cae de la mano de considerar que la justificación de su nexo de unión está a un solo paso de caer en lo absolutamente increíble y suponer una excusa que entrelace cuatro historias que unidas adquieran un sentido grandioso y grandilocuente.

Dentro de su trilogía, Babel es la cinta más fácil, de contenido más accesible, de engranaje menos complejo, pero de discurso más denso y de pretensiones totalmente descomunales y desproporcionadas para el cuento con moraleja que trata de ilustrar, donde las situaciones extremas que se viven no sirven como catarsis sino como una moralina que embiste a la política, a las relaciones humanas, a la incomunicación, y a la confrontación directa con la vida misma, que trata de mostrar en todas sus vertientes posibles.

Babel 3