Hermosa juventud (Jaime Rosales, 2014)

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Para llegar a contar la historia de una joven pareja en la España de la crisis, Jaime Rosales ha tenido que reinventarse a sí mismo casi por completo. Abandonar el plano lejano, que suponía también una cierta distancia con el relato, para acercarse a sus personajes de otra manera. Su deseo parte de una acusada necesidad por huir de sus propias etiquetas, pero quizá sea también el propio relato quien le haya empujado a buscar nuevas vías para un cine que empezaba a vivir una inquietante contradicción: el autor, que siempre había usado sus recursos de una manera irreverente e inconformista, parecía servirse ya de sus técnicas por costumbre y no por una necesidad narrativa.

Parece inevitable que hablar de la juventud en el momento presente conlleve un salto de formatos continuo para tratar de entender el saturado entorno audiovisual en el que viven, desde las pantallas de sus teléfonos hasta las pantallas de la televisión. Ahí es donde Rosales juega sus mayores riesgos y donde encuentra, en el emocionante uso de las elipsis, sus mayores (nuevas) virtudes. El tiempo se mide a partir de las fotos que se han hecho desde el móvil, de la cantidad de nuevos recuerdos almacenados o, por qué no decirlo, de la cantidad de datos que se han compilado desde entonces. La propia realidad queda en entredicho: las fotografías de toda una vida pasan por delante de nuestros ojos mientras un pequeño videojuego instalado en el teléfono discurre en un segundo plano.

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Al acercarse a dos jóvenes sin empleo que empiezan a descubrir la desoladora ausencia de futuro que les aguarda, Rosales parte de una cierta estética centroeuropea, con la que se han filmado las historias más relevantes del género en las dos últimas décadas, para dar forma a un discurso muy personal en el que puede palparse cómo cada secuencia supone una poderosa forma de pregunta: ¿cómo poner en escena uno u otro acontecimiento de una historia cotidiana y encontrar en ellos una identidad conjunta, una vida propia? La película se convierte así en un brillante ejercicio cinematográfico donde también tiene cabida la propuesta emocional que genera el retrato de dos personajes inevitablemente cercanos.

Conviene preguntarse, sin embargo, si la película resultante no está más cerca de Michael Haneke, de los hermanos Dardenne, o incluso de Andrea Arnold o de Lukas Moodysson, que de un filme de Rosales. Quizás en ese salto hacia un nuevo cine, el realizador español se haya topado con un nuevo desafío: huir de los planteamientos propios de otros autores para encontrar una voz renovada que no sea producto de otras miradas. Hermosa juventud posee una sensibilidad propia y una personalidad insobornable, parece ridículo discutir esos aspectos, pero habría que plantear primero si el acercamiento a una antigua modernidad europea es la mejor de las decisiones para un autor que había decidido mirar siempre hacia el futuro, como si la película a veces pusiera pie en terrenos ya explorados con anterioridad y esas grietas no revelasen a un nuevo Rosales, sino al Haneke de siempre. Sea como fuere, casi ningún cineasta se ha atrevido a dar un salto al vacío de la magnitud de éste. En ese sentido, Jaime Rosales sigue estando ahí. Sus películas anteriores también lo fueron. 

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