Joe Wright ya había dirigido la notable Orgullo y prejuicio cuando decidió acometer el rodaje de la no tan espléndida Expiación. Después de este nuevo filme, Hanna, el inglés ya prepara su siguiente película, basada en la historia de Ana Karenina. Hanna debe entenderse entonces como un paréntesis en una filmografía que busca construir una excelencia histórica imperecedera.
Hanna debe entenderse como un divertimento. Una película de acción protagonizada por una adolescente y cuya mayor atracción es el mero flujo de la violencia gratuita entendida como coreografía de una danza singular. Poco importa la simpleza de su argumento o la vacuidad de los materiales con que se edifica el relato.
Orgullo y prejuicio desplegaba sus muchas virtudes bajo un guión lleno de luces y la confluencia técnica de un grupo de artistas que entregaban en ella sus mejores trabajos. En Expiación, sin embargo, las fisuras del relato sí permitieron revelar las primeras evidencias sobre la vanidad de un director que confunde siempre su ingenuidad con la brillantez de un genio y que convierte sus películas en un desfile de despropósitos.
Incauto, banal y sin habilidades solventes como narrador de historias, Wright siempre ha querido utilizar su obra como exaltación silenciosa de una supuesta autoría gloriosa. Se apoya en los actores para tapar sus lagunas visuales, en la música para esconder su temor por enfrentarse al silencio, en la fotografía para ocultar la falta de ritmo cinematográfico. Sin embargo cuando encuentra un plano que sobresale del resto no le importa superponerlo a la propia historia, detener su película para admirarlo si hace falta, y reclamar de nuevo su autoría como genio de lo visual que cree ser.
El realizador de Expiación no se avergüenza nunca de mentar en sus imágenes a todos los referentes del cine inglés de la segunda mitad del siglo XX, con la convicción no sólo de encarnar al eslabón de aquel cine sino de haberlo superado por completo. No se ruboriza por tratar de evocar siempre a Kubrick en sus imágenes (en Hanna esa obsesión se nota especialmente) y disfraza la supuesta falta de pretensiones de su película con un constante desfile de piruetas visuales que conviertan su cine en una impostada celebración de sus capacidades artísticas.
La vanidad de Wright está disfrazada de humildad, permanece escondida y no puede percibirse del todo a simple vista. En esos planos secuencia repletos de proezas técnicas debe encontrarse, indudablemente, a un autor que no deja pasar ninguna oportunidad de deslumbrar al espectador aunque esas decisiones no resulten nunca la mejor manera de narrar la historia que tiene entre manos.
De entre un reparto que también se encuentra limitado en esa celebración de lo puramente visual, destaca una libre interpretación de una perversa villana de cuento, encarnada por la siempre interesante Cate Blanchett. Saoirse Ronan, en el papel protagonista, no hace ningún papel sin que éste no acabe evidenciando la unión natural entre ella y la cámara, la belleza que convive entre ella y el plano, la certeza de que es capaz de iluminar cualquier papel mediocre con una sola mirada.
Decía Joe Wright en referencia a Hanna, que él sólo contempla tres maneras de filmar el cine de acción. Mencionó en primer lugar la secuencia del pasillo de Oldboy, de Park Chan-wook. Lógico. El cine del autor coreano es el de un adolescente amante de lo visual, y escribe historias retorcidas que generen un alucinado festín de lo visual. Sólo a un necio se le ocurriría intentar copiar el estilo de un virtuoso.
Su segunda mención fue para el cine “de samuráis” de Kurosawa, lo que demuestra que todo cine que ha visto, lo ha visto al revés. Las secuencias de acción de Wright no se acercan, ni por asomo, a la linealidad, el estilismo, la sencillez y la perfección del maestro japonés. En ellas hay, únicamente, un atropellado sentido del espectáculo.
Y en su última mención, se atrevió a señalar hacia el Pickpocket de Bresson. No puede haber mayor mentira, o quizás no haya una broma de mayor envergadura. Si el cine de Bresson se basaba en la búsqueda de la verdad, en despojar al cine de todo lo accesorio, la obra de Wright está compuesta de pequeños engaños y basada en una sofisticación construida sobre la cultura de la inmediatez y lo superficial, todo lo contrario que en el maestro francés. Bresson jamás concedió protagonismo a un movimiento de cámara, por muy espectacular que éste fuera.
Finalmente, la filmografía de Joe Wright se descubre como una gran impostura, de largo recorrido, ante la que hay que estar bien prevenidos, pues sus mecanismos son de un poder y una potencia preocupantes. El mayor logro de toda su obra ha sido, sin embargo, el descubrimiento de su actriz principal, una Saoirse Ronan que sí remite a la perfección estética de Kurosawa, que sí invoca a la búsqueda del rostro real de Bresson, que sí contiene, encerrado en su mirada, todo el poder del cine que no tendrá nunca su director.