Gran Torino (Clint Eastwood, 2008)

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Clint Eastwood firma un segundo largometraje en 2008, reafirmando su pletórica actividad creadora en los últimos años con un nivel de producción sin comparación alguna en el cine mundial.

A esto le debe mucho no sólo su constante éxito de taquilla, sino el ser verdadero adalid del cine comercial más noble y correcto posible, auténtico abanderado de los valores tradicionales que parecen perderse y que él reivindica en cada película que filma.

De hecho, Gran Torino es una nueva oda a todos esos valores que trata de fomentar y defender a capa y espada. No es más que aquella típica historia de sobremesa en la que un héroe caído llegaba a un pueblo donde reinaban las injusticias más atroces y él se redimía a través del sacrificio por esos inocentes que nunca obtenían su ansiada justicia.

De nuevo Eastwood se refugia en ese microcosmos suyo donde nadie tiene opción moral de cambio posible, la gente que obra mal (excepto él mismo) son villanos, y la gente que está sometida será la primera en entrar en el reino de los cielos. Primero establece esa separación radical, irreal en un ser humano, y luego se atribuye a sí mismo una cualidad redentora que lo exime de cualquier pecado y lo transforma en un justiciero con licencia para matar.

Su personaje, una caricatura de sí mismo que rezuma el fallido sentido del humor de un viejo cascarrabias mal diseñado como rol cinematográfico, detesta a aquellos que son diferentes a él por no promover esos mismos valores que él sí atesora.

Esa cualidad se traslada al Eastwood director, que parece querer encerrarse en su propia burbuja generacional a pesar de todo y mostrar los excesos de cierta juventud y su falta de compromiso moral y social, como si cada película suya fuese un balón de oxígeno para aquellos que le siguen en edad y en ideología. El niño al que ayuda es una excepción en tanto que le recuerda a sí mismo, en tanto que desea forjar a alguien joven a su imagen, algo que nunca consiguió con su verdadera familia que ahora lo rechaza.

Y de repente surge un cambio repentino en su personaje a través de su relación con ese joven vecino. Un cambio injustificado y automático, que no muestra proceso alguno y que elimina del personaje todo el relieve que le habían conseguido dar otros elementos.

Y es que su personaje no interesa argumentalmente, pues no es más que el motor de todas las obsesiones temáticas e ideológicas de su autor encarnadas, como no podía ser de otra manera, en él mismo. En muchas ocasiones, su papel y la propia película están al servicio de ofrecer una gran versión de sí mismo, una imagen de la sublimación de los ideales que acaba en una perfección muy alejada del mundo de lo real.

¿Crea tal vez un ideal al que aspirar, o realmente ha creado una farsa en la que el fin último es conseguir un vehículo de lucimiento de todos los valores cristianos sin importar el resultado cinematográfico? La película de Eastwood se convierte así en una más de las del supuesto antihéroe que en realidad no es más que un héroe deprimido por sus fracasos pasados.

Lo único que cambia es el decorado: ya no se trata de un forastero del viejo oeste que imparte justicia en el pueblo al que llega, sino de un anciano que ha perdido a su esposa y que se dedica a repartir justicia en una vecindad castigada por las bandas locales y la globalización cultural. El mismo concepto traído al presente, pero no actualizado. Cambiar el contexto no significa poner al día ciertas ideas.

No se trata de un cine que ya no tenga vigencia ni valor. Se trata de que encarna un cine visto ya cien veces y que por poco original ha perdido también su calidad, que carece de toda la espontaneidad y efectividad de antaño y que Eastwood reivindica con la misma hostilidad con que su personaje trata a los vecinos: a través de su absoluta intransigencia muestra su desprecio, casi burlesco, por todo el cine contemporáneo que no sea el suyo propio.

Sin duda los amantes del cine del autor americano sabrán ver cualidades que se le escapan a este que suscribe, especialmente en los apartados técnicos en los que siempre exhibe grandes dotes, como toda gran producción americana en la que la técnica resulta tan ostentosa como apabullante, incluso en la manera sosegada de rodar de su realizador. Incluso sepan ver nuevas lecturas en esa sencilla y plana narrativa de la que hace gala en todo momento, donde nada tiene doble lectura más allá de la superficie.

Confío que esos admiradores sepan ver también los acusados detalles de racismo que el autor ofrece a toda la comunidad oriental a través de sus burlas constantes y sus chistes fáciles, dirigidos a la gente de su edad y raza, y nunca compartidos con aquellos a los que luego ayuda con vehemencia. No todo en Clint Eastwood trata de perfección moral y estética. Se trata más bien de artefactos, perfectamente diseñados, que promulgan las ideas y opiniones de uno de los grandes predicadores de nuestro tiempo.

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