God’s Puzzle (Takashi Miike, 2008)

Godpuzzle

Takashi Miike ya había demostrado que se atrevía con todo, que le daba igual el género que tocase. La última vuelta de tuerca hasta hoy era uno de sus últimos trabajos, ‘Western Django’, donde se atrevió a desafiar los horizontes del western y trasladarlo al imaginario japonés.

 

En su acostumbrada conjunción de ridiculez estrafalaria y absoluta lucidez, vuelve a retarse a sí mismo y a su audiencia y se sumerge en un vasto argumento científico de una densidad y complejidad mayores que sus anteriores relatos, recubierto de una característica estética que alterna siempre banalidad formal con experimentos subversivos.

 

A pesar de ese talante serio y esa densidad que parece adueñarse de todo, el director parece ponerse en escena a sí mismo con ese protagonista histriónico y divertido, que desencaja en el resto de quienes aparecen en la función, dibujados con trazos precisos y rodeados de conocimientos del mundo de la física.

 

Tocadas todas las teorías del origen del mundo, explicado paso a paso su mayor exponente y puestas de relieve las causas que Saruka, la otra protagonista cuya vida dedica a encontrar esa mágica fórmula que permitiría crear un nuevo universo, argumenta para empeñarse en hacerlo realidad a toda costa, el filme deviene en su segunda mitad en la realización de esos hechos, en la demostración empírica de si realmente es posible una nueva creación universal.

 

Es entonces cuando la ciencia desaparece y el relato se torna en una mera contrarreloj para detener a Saruka, donde todos los personajes intervienen y donde el destino de cada uno es funesto y contradictorio. Esa confrontación entre ambos tonos del filme, esa descompensación está a punto de echar a perder la entidad del filme y su resultado.

 

En esa resolución final se confrontan todas las dudas del hombre, la existencia e intervención divina en ese proceso, la mano incierta del hombre al tratar de explicar ese origen, esa revelación universal que da paso a la vida.

 

Y Miike, muy sabiamente, no encuentra mejor forma de explicarlo que con ese silencio marcado al comienzo de la partitura de la quinta sinfonía de Beethoven, el silencio antes de la explosión, un silencio antes de la llamada del destino, una intervención divina que escapa a la concepción humana y que se hunde en el misterio de la creación misma.