Vic tiene la mirada más triste del mundo. El personaje, una joven adolescente, arrastra consigo una dura situación familiar que la sume en la desesperanza. «¿Dónde quedaron mis sueños?», se llega a preguntar. Cuando conoce a otras tres chicas que la integran en su grupo, las cosas comienzan a cambiar. Una especie de impulso accidental que vuelve a situar de algún modo sus pies en la tierra. La joven abandona sus clases y emprende la rutina del vagabundeo por la ciudad con su nueva banda.
Céline Sciamma, que ha consagrado su filmografía al universo femenino, se preocupa por observar las transformaciones que se suceden en las chicas, revelando que está más interesada en los cambios, las transformaciones y las dudas que en el relato en sí. La ambición de la película va mucho más allá que en sus dos largometrajes anteriores: ya no se trata de un breve espacio de tiempo, en el que pueda observarse a una niña como si la cámara fuese una gran lupa con la que mirar (como ocurría en la delicada Tomboy, 2011).
El foco es ahora mucho mayor. Las tres amigas del grupo son tan protagonistas como el personaje principal, y el filme se permite incluso revelar qué ocurrió con la antigua integrante de la banda. Las elipsis de la película pretenden abarcar saltos temporales de un modo que choca profundamente con la idea de observación microscópica de lo real que parece plantear la puesta en escena. Mientras, Vic ha pasado de una inevitable necesidad por expulsar toda su frustración a una cierta madurez en la que la valentía y la voluntad deben pasar a un primer plano. Gracias a personajes como la hermana de Vic, los chicos de la calle o su pareja, la realizadora detiene la mirada en todos aquellos pequeños detalles, de la vida íntima y social, que parecen construir la identidad de la mujer en un sentido universal: qué experiencias convierten en un verdadero adulto a un individuo.
Mientras tanto, a través de ese aparente vaivén caprichoso de las niñas chillando en el metro, envalentonándose con otras bandas callejeras o escapando juntas a una habitación de hotel, Céline Sciamma teje una radiografía de la Francia contemporánea en un modo sencillo y fragmentado, tal y como es su cine, pero compone finalmente un collage revelador. El trabajo de Crystel Fournier con la cámara es uno de los grandes hallazgos del filme, revelando parte de las intenciones de la película: los hermosos ojos de Vic permanecen en foco mientras todo parece desdibujarse a su alrededor. Las cosas pasan pero ella permanece. Su mirada incendiaria deja de pedir respuestas al exterior con el tiempo para empezar a buscarlas dentro de ella misma. Y esa libertad que se le ofrece a las actrices para dibujar el mundo real con sus gestos llena del plano de frescura, de auténtica vitalidad, como si Girlhood pretendiese recoger dos simples alientos de vida, en diferentes momentos del tiempo, para explicar que esa persona ya no es la misma, que su interior se ha transformado. La aventura de retratar lo invisible.