Ya lo dijo Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017): no se puede volver al pasado. Y ahora lo dice, una vez más y también en voz alta, Frozen 2. Una película que ha tenido que cargar con el éxito viral de su antecesora, que nace obligada precisamente por ese éxito y que está construida en torno a tres ideas que no conviene pasar por alto.
La primera de esas ideas es la misma que anunciaba el filme de Villeneuve: ¿Por qué estas dos películas se empeñan en decir que hacer una secuela no tiene ningún sentido? Sencillamente, porque pretendemos experimentar lo mismo que sentimos con aquella primera parte cuando en realidad ya no somos los mismos. Y nunca volveremos a serlo.
En Frozen 2, las jóvenes hermanas protagonistas deben bucear en el pasado de sus padres, aquel detalle argumental que en la primera entrega era un simple apunte planteado durante el prólogo. Retomar aquello es como regresar eternamente a explorar los pasillos de un antiguo museo, como tratar de entender hasta el último resquicio de una historia a la que ya no le queda nada que contar. Explorar el pasado, darle vueltas y vueltas al mito. “Es imposible”, se empeñan en repetir los personajes como un mantra, atrapados en una ficción a la que han sido empujados por segunda vez con el ánimo de hacer caja. De ahí que el gran momento de la película no consista en en una gran batalla, ni en un instante romántico, ni en una persecución frenética o en un número musical emocionante, sino que ocurra a oscuras, en la penumbra, con Anna atrapada en una cueva, incapaz de encontrar la salida y abandonando la esperanza de salir.
Porque aquella imagen es, precisamente, el concepto que propone la película para expresar que hacer una secuela es caminar entre tinieblas, encontrarse con la nada, castigar a sus personajes a revivir sus fantasmas, condenarlos a conseguir nuevamente lo que en realidad fue un milagro. ¡Qué película tan valiente, que en el mayor de los contextos comerciales se atreve a tanto!
La segunda de las ideas, y quizá la que legitime la existencia de este filme, es la capacidad para tejer el argumento definitivo sobre la importancia de la conservación del medio ambiente en el mundo contemporáneo. El gran villano de la película no es un personaje, sino el mundo en sí mismo, que se ha vuelto contra los humanos. Por eso, tal vez, Frozen 2 utilice un formato panorámico como ningún otro clásico de Disney desde La bella durmiente (1959), en el que el paisaje se convierte en protagonista por culpa de esa pantalla panorámica hasta el exceso.
Y para revertir ese caos del mundo no basta con hacer una simple visita al bosque, solucionarlo todo con un puñado de poderes mágicos y regresar al castillo para continuar con los mismos hábitos de siempre. Para que el mundo continúe en equilibrio, Elsa tiene que sacrificar su vida y quedarse en el bosque. Es la única manera. ¿Por qué nació Elsa con poderes mágicos?, se pregunta el filme en sus inicios, como si quisiera poner de manifiesto que esas habilidades impulsan a la heroína también a un ejercicio de responsabilidad y sacrificio personal. No basta con acudir al origen del problema, sino que es necesario quedarse allí y convivir con ese entorno, una forma de decir que el cuidado del propio planeta no se basa en una acción heroica, sino en el difícil cambio de nuestras costumbres, en el compromiso absoluto de dejarlo todo atrás. Para Frozen 2, ese es el único gesto heroico que puede importar en tiempos de cambio climático.
La tercera de las ideas tiene que ver con cómo escapar de las dos anteriores, y con cómo plantear un universo estético que convierta lo viejo en algo nuevo. Quizás por eso esta película abrace la animación abstracta como no se veía en Disney desde los tiempos de Dumbo (1941), cuando el pequeño elefantito ingería cantidades importantes de alcohol y comenzaba a tener ensoñaciones imposibles (un fascinante momento que Tim Burton trató de evitar pasando por él de puntillas en su remake de 2019), o en Fantasia (1940), construida toda ella desde los parámetros de lo abstracto y de una música entendida como la génesis misma de las historias.
Aquí protagonistas absolutos como el viento o el mar tienen su propia simbología y convierten la película en un vaivén de colores y formas que poco tienen que ver con lo concreto. Mientras Anna se encuentra rodeada de oscuridad, atrapada en su cueva, Elsa se enfrenta en el exterior a colores sin nombre. O, lo que es lo mismo, dos protagonistas que luchan, cada una a su manera, con un relato que no existe.
Una mujer es el único héroe de esta historia, y el mundo es el único personaje al que rescatar. Quizás sea la mejor película posible para hablar del momento en el que nos encontramos. Ninguna como ella invita a seguir avanzando.